Cuentos para mis sobrinos
Para compartir un poco de literatura en tiempos de pandemia
lunes, 8 de febrero de 2021
domingo, 7 de febrero de 2021
El misterio del zafiro - capítulo 26 (final)
26
El pueblo olía a fiesta. Bubee había empacado la masa no leudada en un saco. Dan vigilaba las ovejas. El tío Rubén guiaría el burro que cargaría lo más pesado. Yo avanzaba al frente, con otras niñas. Moisés nos había pedido que nos organizáramos por familias. Al ir recorriendo los primeros tramos, se nos unieron primos y primas de mi madre que yo no conocía. Habían vivido en otras comunidades del territorio de Gosén, pero descendían de Dan.
Quizá encontraría nuevas amigas. Tal vez con piedras y un trozo de madera podría armar un senet y enseñarle a alguien más a jugar. Me pregunté si mi madre traería cebollas para cocinar. Pero seguramente las sembraríamos en la Tierra Prometida. ¿Cuándo llegaríamos? Probablemente en un mes. Poco tiempo. Construiríamos una casa y cuidaríamos a los rebaños que crecerían en número hasta necesitar de un granero como el de casa del gran Zaid.
Traía el zafiro oculto en una bolsa que amarré a mi cinto, debajo de mis ropas. No lo traía como un amuleto, sino como un pequeño tesoro que de algo serviría en la Tierra Prometida.
De repente, alguien gritó.
—Hagan paso. Viene un grupo de familiares de la tribu de Rubén. Déjenlos pasar para que se unan a sus hermanos al frente.
El tío Aholiab nos indicó que obedeciéramos. Algunos traían monturas, la mayoría caminaba. De pronto, mi corazón se detuvo. Un frío helado recorrió mi espalda y me puse en pie para ver mejor.
Entre los familiares de Rubén caminaba un hombre alto, de piel oscura. Di unos pasos para comprobarlo. Su oreja derecha tenía una herida. ¡Num! ¿Y qué hacía él allí? Alguien debía informar a Moisés que un ladrón y casi asesino viajaba con nosotros. ¡Un momento! Moisés era un asesino. ¿Por qué Num quería viajar con nosotros? Tal vez solo quería salir de Egipto y en unos kilómetros escaparía rumbo al sur.
No había qué temer. El Dios de mis padres me protegería. Ademas, la presencia de Sargón también me tranquilizaba. Él iba junto al tío Rubén y ayudaba a la abuela. Entonces unas primas y tías sujetaron unas panderetas. Y para sorpresa de todos, Bubee cantó. Su voz armoniosa y un poco gruesa alabó al Dios de nuestros padres por su misericordia. Sus pies bailaron y sus brazos se agitaron. Ya no parecía la abuelita de unos meses atrás, encorvada y triste, sino una jovencita alegre que disfrutaba la vida.
Bubee se acercó y me tomó de las manos. Qué hermoso era ver a Ima reír y a Dan saltar. Nos esperaba una nueva vida, una nueva tierra, nuevas aventuras. Y eso me hacía sentir… muy feliz.
sábado, 6 de febrero de 2021
El misterio del zafiro - capítulo 25
25
El rostro de Num lucía descompuesto. Si acaso se pudiera, se veía más oscuro y amenazante. Con sus poderosos brazos nos sacudió como a manojos de hierba. Manu y yo tratábamos de zafarnos.
—¿Así que han descubierto mi secreto?
—¿Por qué, Num? Mi padre confía en ti.
Num nos dejó caer al suelo, pero de inmediato volvió a atraparnos. Nos tomó del cuello con fuerza. Sus dedos apretaban mi nuca. Sentía cómo me asfixiaba lentamente.
—Pues tu padre es un tonto. Nadie debe confiar en un esclavo. Mucho menos en un nubio. Hemos sido enemigos de los egipcios durante siglos.
—¿Pero de qué te sirve el ojo de Horus? —Manu preguntó con voz chillona.
—Para protegerme. ¿Para qué más? Y aquí estoy. Aún vivo.
Yo intentaba pensar cómo librarme del aprieto. En eso recordé al Dios de mis padres. Ya me había escuchado y ayudado una vez anterior. ¿Volvería a hacerlo? ¡Por supuesto! Él amaba a mi pueblo.
—Dios mío, ayúdame.
Num me miró: —¿Quieres ver cómo mato a un egipcio con mis propias manos? Como hebrea debes odiarlo tanto como yo.
—No lo odio —respondí de inmediato. Y entonces, alcé mi pierna y lo pateé con todas mis fuerzas. Mi pie fue a dar en la entrepierna, lo que provocó que Num se doblará en dos por un momento. Su mano aflojó el tirón en mi cuello. Me eché para atrás, lo que provocó que se rasgara mi túnica, pero ¡estaba libre!
Num, colérico, llevó su mano libre al cuello de Manu. ¡Lo estaba ahorcando! Sin pensarlo dos veces, me trepé a su espalda. Jalé sus cabellos y lo golpeé con los pies en el costado. Mientras tanto, gritaba por ayuda. Manu cayó de rodillas. Su piel se volvía más pálida que un trozo de papiro. Entonces mordí la oreja de Num con todas mis fuerzas. Había visto cómo Mío mordía algo y no lo soltaba hasta que algo superior lo obligaba. Me comportaría como él.
Sentí la sangre en mi lengua, pero no desistí. De repente, Num dejó a Manu y se movió con violencia para quitarme de encima. Justo entonces, se escucharon pisadas en el pasillo. Num palideció y después de lanzarme la mirada más cargada de odio que viera en mi corta vida, se echó a correr en dirección opuesta.
Segundos después, apareció el gran Zaid con espada en mano. Jamás lo había visto tan de cerca. En verdad provocaba respeto. Pero sin pensarlo, colocó la punta de su espada en mi pecho.
—¿Qué pretendes, hebrea? ¿Ahora quieres matar a mi hijo?
Y para colmo, observó el ojo de Horus en la caja.
—¡Tú lo robaste!
Alzó la espada al aire. Solo faltaba que la llevara hacia abajo para que me enviara con mis antepasados. Pero Manu gritó.
—¡No, padre! ¡Él me salvó!
El gran Zaid miró a su hijo. Manu le contó todo. Nuestros juegos de senet. Nuestras investigaciones. Nuestras deducciones. Nuestro hallazgo.
—Num me hubiera matado si Adina no se le echa encima y le muerde la oreja. Creo que se la arrancó.
Yo me sonrojé. No se la había arrancado del todo, pero le quedaría una profunda marca. De hecho, me dolían los dientes, y al recordar su sangre, escupí al suelo.
—Deben irse, hebrea —el gran Zaid me miró con cierto temor—. No deben volver a Egipto jamás.
Manu y yo intercambiamos miradas.
—Llévate el ojo de Horus. Está maldito.
¿Y por qué me daba algo maldito? Sin embargo, yo sabía que esa magia egipcia no funcionaba con mi Dios. Y me gustaba la piedra. Vería la manera de quitarla del armazón del ojo para conservar solamente el zafiro.
Sin una palabra más, me marché. Hubiera deseado despedirme de Manu y contarle sobre el Dios de mis padres. Hablarle del padre Abraham y del patriarca José. Explicarle que aún sin forma ni estatua, mi Dios era real y poderoso. Pero no pude, así que avancé rumbo a las habitaciones de la dama Nefertiti.
Entonces pensé en la piedra. El gran Zaid me la había dado a mí. No tenía porqué enseñársela a Hagar, ni a mi madre. Me colgué el ojo de Horus y lo oculté bajo la tela de la nueva túnica. Revisé que no se pudiera observar, y la alcancé en la puerta. Algunos secretos debían permanecer así, en secreto.
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D.R. ©️ Keila Ochoa
viernes, 5 de febrero de 2021
El misterio del zafiro - capítulo 24
24
De madrugada, la noticia corrió como el fuego. El faraón nos echaba de Egipto. No deseaba vernos nunca más. Debíamos empacar de prisa, aunque realmente ya estábamos preparados. Moisés nos había mandado estar vestidos y calzados. Solo faltaba poner las cosas en las carretas o los burros.
Sin embargo, hubo una última instrucción. Debíamos ir a casa de los egipcios y pedir ropa y objetos costosos.
—¿Y nos darán algo? —preguntó Bubee.
—Debemos obedecer —dijo Ima—. Vamos a casa de la dama Nefertiti, Adina.
Yo me alegré. Vería a Manu por última vez. Lograría despedirme.
Al ir caminando, me entró una sensación curiosa. Todo parecía nuevo. Ya no iba como esclava, sino como libre. Ya no miraba a Egipto como un lugar bello donde vivir, pues los estragos de las plagas y del dolor se mostraban en cada piedra. Empecé a añorar esa Tierra Prometida, la de mis antepasados.
Tal como Moisés lo predijo no había hogar egipcio que no llorara una muerte. En casa del gran Zaid, habían muerto esclavos, hijos de esclavos, y también el tío, el hermano del gran Zaid. No nos recibió Num. De hecho, nadie nos abrió la puerta. Entramos como si la casa nos perteneciera, y admiré la seguridad en Ima quien avanzó con la frente en alto.
Llegamos hasta la misma cámara de Nefertiti. Ella, sin maquillaje, lucía anciana. Al vernos, no gritó ni nos echó.
—Váyanse de aquí. Déjennos en paz. ¿Qué quieren? ¿A qué han venido?
—Señora, mi pago…
—¡Hagar! —la dama Nefertiti llamó a la esclava—. Dales lo que quieran. Telas: lino fino y púrpura, pelo de cabra y de camello. Ropa, túnicas, alhajas. Lo que quieran. Pero váyanse de aquí. No quiero verlas nunca más.
Hagar agachó la cabeza y nos guió al cuarto donde guardaban sus ropas. Le dijo a Ima que eligiera. Ima comenzó a juntar tela, sandalias, cosas útiles para el viaje. Hagar y yo la observábamos de lejos. Quería preguntar tantas cosas, pero no sabía cómo empezar.
—¿Qué sabor tiene la libertad, Adina? —me preguntó la egipcia.
Me interesó la pregunta. Me acordé de las hierbas amargas que había probado la noche anterior. Luego pensé en la carne asada de Mío.
—Agridulce —contesté.
Ella asintió. Entonces decidí comprobar mi teoría.
—Aquel día que se te rompió el collar de cuentas rojas, ¿de dónde salió Num?
Ella se rascó la cabeza.
—Deja recuerdo. Venía yo caminando por ese pasillo. Era la tarde, un día antes que el toro sagrado muriera, me parece. Yo venía jugando con el collar. Rezando, tú sabes. Entonces tiré de la cuerda. No se me ocurrió que se rompería, pero así sucedió. Las cuentas volaron. El ruido me espantó. Dicen que en ese pasillo espantan. Entonces grité porque de la nada salió Num.
—¿De adelante o atrás?
Hagar arrugó la frente: —Del medio, si eso es posible. Se me figuró que cruzaba las paredes. Pero ya sabes, él de piel tan oscura, y luego el pasillo a media luz…
—Quisiera ver a Manu.
—Te quieres despedir, ¿verdad? Está en el jardín. Yo me quedo con tu madre.
Corrí hacia la piscina.
Manu estaba al borde de la alberca, contemplando el agua sucia y negruzca. Él escuchó mis pasos y giró el rostro. Me dirigió una tímida sonrisa.
—¿Vienes a jugar al senet?
—Vengo a despedirme —le dije.
Él asintió con pesadumbre.
—Eso dijo mi padre. Se marchan hoy mismo. Que te vaya bien.
Regresó la vista al agua enturbiada.
—Creo que sé quién robó el zafiro.
Manu giró el rostro con sorpresa. Se puso en pie de inmediato.
—Dímelo. Quiero saber.
Le conté sobre el collar de cuentas rojas.
—Esa huella que encontramos pertenecía a un pie grande. Tu padre no calza tanto. Pero en esta casa, hay alguien con un pie enorme.
—¿Num? Pero él cuida de la casa. Es el hombre de confianza de mi padre.
—Pero no cree en ningún dios —y repetí textualmente las palabras de Hagar.
—Solo hay una manera de comprobarlo —declaró Manu.
Lo seguí al ala donde dormían los esclavos. Num, como uno de los principales, tenía su propia habitación. Se trataba de un cuartito minúsculo, que solo contaba con un lecho y un cofre de madera, pero un privilegio para alguien de su clase social.
Manu buscó debajo del lecho. Nada. Traté de abrir el cofre, pero se encontraba sellado.
—Estas cajas cuentan con una trampa. Observa.
Tiró de un gancho debajo, y se abrió la tapa. Ambos observamos un solo objeto reposando sobre un trozo de tela áspera. El ojo de Horus.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Manu.
De repente, unas manos oscuras nos sujetaron de las túnicas.
—¿Qué hacen aquí, niños curiosos?
jueves, 4 de febrero de 2021
El misterio del zafiro - capítulo 23
23
La oscuridad se esfumó y Bubee bendijo al Dios de nuestros padres. Sargón solo estiró los brazos y dejó que el sol le pegara unos momentos.
Yo, sin embargo, estaba triste. Muy triste. El día catorce había llegado. Bubee me contempló con fijeza.
—Sé fuerte, Adina.
¿Pero cómo podía serlo? Mío moriría en unas horas. Ima no sabía cómo consolarme. Me preparó un caldo con cebolla, pero yo no quise comer. No tenía apetito.
Acudí al establo para despedirme. Mío baló al verme. No dejé que se me acercara. Dolería demasiado abrazarlo y oler ese intenso aroma que salía de su lana. Otros podían llamarle apestoso. Yo solo sabía que lo echaría de menos.
Nos miramos fijamente. Mío no dijo nada, solo me contempló largo rato sin moverse, algo inaudito en su caso. Siempre andaba saltando o buscando qué morder. Yo me quedé prendida en esos ojos oscuros, y solo moví los labios diciendo «Gracias».
Mío baló en respuesta. Yo volví a casa.
Los vecinos se reunieron. La hora había llegado. Decidí no presenciar la escena, pero Dan me mantuvo al tanto.
—Ya lo han matado, Adina.
—¡Vete!
Las lágrimas empañaron mis mejillas. No vería a Mío nunca más. Desde ese momento, decidí que no volvería a desear una mascota. No valía la pena. Para distraerme, trataba de pensar en Manu. ¿Qué haría en esos momentos?
Dan volvió: —Lo han puesto en una extraña posición para que escurra su sangre en la vasija.
—¡Déjame en paz!
En ocasiones Dan podía ser tan fastidioso que provocaba la ira del más santo.
El tío Rubén apareció con una vasija y con sumo cuidado, tomó un manojo de ramas de hisopo y mojó la punta con la sangre. Mi estómago se contrajo. Esa sangre había pertenecido a Mío. Quise vomitar. Pero Bubee rezaba, mientras el tío Rubén untaba la sangre en la parte superior de la puerta. Luego tiñó de rojo ambos lados del marco.
—El ángel pasará de largo esta noche —declaró Bubee.
Eso esperaba. Mío no debía haber muerto de balde.
Bubee me hizo repetir las instrucciones casi tres veces. Primero, nos vestimos como si fuéramos de viaje. Ima ayudó a las otras mujeres a asar la carne al fuego. Mi estómago se contrajo. Estaban cocinando a Mío. ¡Qué horror!
El tío Aholiab y su familia llegaron más tarde. Bubee puso unas hojas verdes y amargas en la mesa. Otra tía colocó en medio el pan sin levadura. Cuando la carne estuvo servida y las sombras descendieron en Egipto, nos sentamos alrededor de la mesa.
Nada se me antojaba. Por supuesto que no tocaría la carne de Mío, pero tampoco ese pan desinflado ni esas hierbas de extraño sabor. Qué extraña fiesta había inventado el Dios de nuestros padres. De hecho, poco tenía de fiesta. El tío Aholiab aclaró su garganta.
—Este será un día para recordar. Cada año, de generación en generación, deberemos celebrarlo como un festival especial al Señor. Esta es una ley para siempre. Alabemos al Dios de nuestros padres.
Empezamos a comer después de unos cantos que Bubee entonó con su voz gruesa. Yo no comí carne. Nadie me regañó. Moisés había dicho que no dejáramos ninguna sobra para el día siguiente. No debí preocuparme. Los adultos se encargaron de dejar los platones limpios.
Nadie hablaba. Todos aguardaban que alguien tocara la puerta. Entonces se sintió un viento helado, como si alguien se acercara con pasos sigilosos. ¿Se sentiría así estar cerca de la muerte?
Mi piel se erizó. Todos lo sentíamos. Sabíamos que «algo» se encontraba fuera de la casa, pero nadie se atrevió a asomarse. Solo un loco lo haría. El ángel de la muerte evaluaba nuestra obediencia.
Pero seguramente el ángel contempló la sangre de mi cordero porque el momento pasó. El tío Aholiab y el primo Josafat lanzaron un largo suspiro. Aún así no hubo alboroto ya que, en la lejanía, se empezaron a escuchar los gritos. Al principio tenues, itinerantes, apartados entre sí. Pero con el paso de la noche aumentaron en intensidad.
Bubee sollozaba en silencio.
—Ahora ellos lloran, pero olvidaron aquellos años en que cada casa hebrea hacía duelo por bebés indefensos que se ahogaron en el río. Que Dios se apiade de ellos.
En eso, supe quién había robado el zafiro de Manu. ¿Habría Manu llegado a la misma conclusión? Solo había una posibilidad.
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D.R. ©️ Keila Ochoa
miércoles, 3 de febrero de 2021
El misterio del zafiro - capítulo 22
22
Abrí los ojos con rapidez, aunque me había dado un fuerte golpe en la frente. Pero el tío Rubén ya se encontraba a mi lado, sujetando al intruso, y Bubee encendió la lámpara enseguida. ¡Cuál fue mi sorpresa al observar el rostro de Sargón!
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
El tío Rubén no soltó el brazo del chico.
—Eres un esclavo que trabaja para la dama Nefertiti —dijo Ima—. ¿Qué haces aquí? —repitió.
El mentón de Sargón tembló con fuerza: —No quiero volver a casa de la dama Nefertiti. Por favor, señora.
¿Señora? Las facciones de Ima se suavizaron. Reconocí una batalla perdida. Ima tenía más compasión que dinero.
—No podemos enviarlo a la oscuridad. ¿O sí? —Ima pidió la opinión del tío Rubén y de Bubee.
—Por supuesto que no. Aunque nos has dado un tremendo susto —refunfuñó Bubee.
—Lo siento. Pido disculpas a todos. Sobre todo a ti, Adina.
Eso mejoró las cosas, pero lo tendría vigilado. Mi estómago me informó que ya amanecía, aunque fuera de la casa nada revelaba que se trataba de un nuevo día. Eché de menos el canto del gallo y los ladridos de los perros. Al parecer todos los animales dormían, incluso los insectos.
Ima repartió pan del día anterior y bebimos agua. Sargón comió con desesperación.
—Bubee, cuenta una historia —le rogó Ima.
Bubee asintió. Continuó con la vida del patriarca José y me perdí en sus palabras. Aún así, percibí la emoción de Sargón quien se tensaba en las partes más emocionantes del relato. Ambos andaban por la misma edad, los diecisiete años. José había sido vendido por sus hermanos. ¿Cómo se había vuelto un esclavo Sargón?
José trabajó para Potifar. Adina se preguntó si Sargón había sentido la misma humillación en casa de Nefertiti: lavar pisos, atender a Manu, ser un don nadie. Sargón también sabía el horror de un castigo injusto.
José descifró el sueño de faraón y cambió de estatus, pero sus hermanos llegaron a Egipto. Allí estaban los hermanos ingratos, postrándose ante José como en sus sueños de adolescente, ignorantes del destino de su hermano menor.
Aguardaba con ansias el desenlace. Que José los metiera a la cárcel. Eso merecían los criminales. Pero José… ¡los perdonó! No oculté mi desilusión.
—Vaya, Bubee, eso no está bien.
—¿Tú qué hubieras hecho, Adina?
—No lo sé; hacerlos sufrir un poquito más.
—¿Y crees que no sufrieron al pensar que su hermano menor, Benjamín, quedaría preso?
Sargón asintió dos veces. Bubee prosiguió. José los perdonó y todos viajaron a Egipto, donde muchos años después, ahí estábamos nosotros, esclavos de un reino poderoso. Ima, Bubee y yo nos dedicamos a hilar al finalizar la historia. El tío Rubén le pasó madera a Sargón para que la tallara. Aprovecharían el tiempo preparando herramienta.
—Tu Dios es poderoso, Adina —me dijo Sargón más tarde cuando estuvimos solos por unos segundos.
—¿Por eso viniste aquí?
—Sí. No sabía a dónde ir. Tu Dios es tan poderoso que puede hacer que algo que parezca malo, se torne en bueno.
Quizá tenía razón, aunque no estaba segura de cómo.
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martes, 2 de febrero de 2021
El misterio del zafiro - capítulo 21
21
—No debí dejarte ir —repetía Ima mientras curaba mis heridas. Hagar había hecho un buen trabajo, pero Ima les aplicaba una sustancia que me dejaría dormir y ayudaría a que cicatrizaran más rápido—. ¿Te duele?
—Un poco.
Dan llegó con Mío en brazos. Lo colocó a mi lado.
—Creí que te gustaría verlo.
—Gracias, Dan.
—No pensemos más en esa familia egipcia. Pronto nos iremos de aquí.
—Pero, Bubee, faraón dice que no —le recordó Dan.
—Pues falta poco. Ya verás.
Justo entonces el tío Rubén llegó.
—Moisés nos ha dicho que no salgamos de casa.
Todos nos contemplamos con nerviosismo.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó Bubee.
—Oscuridad. Tinieblas. Tres días en que nadie podrá ver a la cara del otro. Moisés ha dicho que si salimos, podremos extraviarnos o tropezar. No se verá nada, pero si permanecemos dentro, las velas funcionarán. Vamos, juntemos comida.
Todos nos pusimos a trabajar. Ima trajo harina y grano. Bubee buscó verduras y hierbas. Dan y yo preparamos la comida de los animales. Rellenamos sus pesebres y les pusimos agua. El tío Rubén acarreó agua del pozo. Podíamos cocinar dentro de la casa; no había problema. Solo que necesitaríamos leña. Caída la tarde, el cielo comenzó a nublarse. Pero no cayó ni una gota de lluvia.
Más bien, parecía que una neblina densa descendía y rodeaba las casas. No había visto algo así jamás. ¡Pero qué decía! Desde la primera plaga, todo resultaba aterrador. ¿Qué haríamos encerrados tres largos días?
—Les contaré del Dios de nuestros padres. Ya es hora que aprendan más de él.
—Pero él se olvidó de nosotros, Bubee.
—Te equivocas, Adina. Nosotros nos olvidamos de él. Nos sentimos confiados en Egipto. Creímos que ya no requeríamos de su presencia. Pero él nos ha mostrado lo contrario. Llegamos aquí por comida. Pero cuando la hambruna terminó, en lugar de regresar a Canaán, nos establecimos en estas tierras.
Bubee nos contó de Abraham, ese hombre que escuchó la voz de Jehová en Ur de los Caldeos y dejó su tierra sin saber a dónde iba. Abraham recorrió muchos kilómetros antes de pisar la Tierra Prometida. Pero no fue fácil la vida para el patriarca. La esterilidad de Sara. Problemas con su sobrino Lot. Guerras de reyes vecinos. Finalmente nació Isaac.
Al día siguiente, Bubee nos narró sobre el patriarca Isaac que encontró esposa de un modo muy peculiar. Ella tuvo mellizos, Jacob y Esaú. Pero Jehová eligió a Jacob y desechó a Esaú.
Por la tarde, nos platicó de Jacob, el patriarca engañador y mentiroso. Primero timó a su hermano, y en consecuencia su suegro lo timó a él. Tuvo dos esposas y dos concubinas, de las que vinieron doce hijos, entre ellos Dan, el tatarabuelo.
—Mañana les contaré de José. Ahora a dormir.
Bubee apagó la vela y yo temblé bajo la manta. No se veía nada. No había animales aullando, ni perros ladrando. Tampoco se percibían los ratones rascando las paredes. Solo los ronquidos de la abuela. La respiración de Dan.
Quizá funcionaría contar ovejas o a los hijos del patriarca Jacob. ¿Eran doce? Rubén, Simeón, Leví… ¿Judá? Sí, el que tuvo problemas con su nuera. Luego Neftalí y Dan. José y Benjamín. Me faltaban cuatro. Isacar. Zabulón. Dos más.
De repente, un sonido me distrajo. Pisadas fuera de la casa. Me quité la manta y de rodillas fui hasta la puerta. El intruso se aproximaba. ¿Qué hacer? Tal vez se trataba de un egipcio que como venganza planeaba matarnos. ¿O se trataría de algún criminal que aprovechaba la oscuridad para escapar? Debía encender la lámpara, pero eso despertaría a Bubee. Afortunadamente, conocía la casa a la perfección.
Palpando la pared, me puse en pie y busqué a tientas un palo que el tío Rubén había traído para las emergencias.
Traté de tranquilizar mi respiración sin grandes resultados. ¿Así se sentiría estar ciego? ¿Vivir con los ojos abiertos pero una completa oscuridad y nada que revelara lo que había afuera?
Usaría mis otros sentidos. El oído. El olfato. El tacto. Las pisadas se acercaron. Sentí un hueco en el estómago.
La puerta crujió. Levanté el palo. El extraño dio un paso y ataqué. Para mi mala fortuna, algo se interpuso en mi camino y caí al suelo de boca.
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