lunes, 14 de diciembre de 2020

Los intentos de Sinfónico Guzmán, capítulo 14


 

13 - Francia

Hubiera tenido la clase número diez si mi papá no recibe la noticia de su vida. Supongo que todos los directores de orquesta son un poco vanidosos. Quizá muy vanidosos. Tal vez demasiado vanidosos. Así que cuando mi papá leyó una invitación por correo electrónico su vanidad voló hasta los cielos. Le pedían ser director invitado en una orquesta en Grenoble. En Francia, por si no lo sabes. En Europa, al otro lado del mundo.

Su primera reacción fue curiosa. 

—¿Será para mí la invitación?

Mi mamá, su más fiel admiradora, apuntó con el índice el nombre en el correo electrónico: —Allí dice Maestro J. L. Guzmán. Ese eres tú, ¿o no?

La J es de José, y la L de Luis. Nada de qué avergonzarse, como yo con mi S. Junto con la invitación venían dos boletos de avión.

—El vuelo es la próxima semana. 

—¿Tan pronto?

—Parece que intentaron comunicarse conmigo por todos los medios posibles, pero se rebotaba mi correo en Internet y no consiguieron mi número hasta ahora. Ya avisaron que un director mexicano será el invitado. Debo ir. ¿Vienes conmigo?

—¿Yo? Sabes que no me gusta volar —titubeó mi madre—. ¿Por qué no llevas a Luis? 

Yo sonreí. ¡Francia!

La maestra Elena no dijo nada ofensivo por primera vez. Me observó con atención y luego comentó: —Eres muy afortunado, Sinfónico. No desperdicies la oportunidad. 

Mi amigo Rodrigo también silbó: —¡Francia! Me traes un queso.

Incluso el maestro Estradivario removió el bigote en más de una ocasión mientras digería la noticia. 

—Me da gusto por tu padre. 

Así preparé maletas mientras mi papá empacaba ilusiones. 

—¿Te imaginas, Celia? Si les gusta mi trabajo, quizá me contraten. Nos mudaríamos a Francia, y podríamos ofrecerle una buena educación a Sinfónico. 

Yo jamás había volado en un avión y no me despegué de la ventana hasta que me ganó el sueño pues viajamos de noche. Desperté en el aeropuerto Charles de Gaulle. 

El francés de mi papá no era bueno, más bien era bastante malo. Así que a todos lados llevaba su diccionario de bolsillo francés-español/español-francés. Los que nos recibieron miraron a mi papá con un poco de confusión, pero nos subieron a un tren que viajó como una bala, y de repente ya estábamos en un hotel bastante elegante. Yo estaba de lo más emocionado con la tina del baño y la televisión con cable del cuarto de hotel.  

—Algo anda mal —dijo mi papá. 

Yo no veía nada fuera de lugar. ¡Estaba viviendo un sueño! Y eso de vivir en Francia empezaba a gustarme. 

Al siguiente día nos dirigimos a la sala de conciertos y comenzaron los problemas. El primer ensayo resultó terrible. El repertorio era complicado; piezas que mi papá jamás había dirigido con la pequeña orquesta mexicana. Tardó en comprender algunas modificaciones, y para colmo, el problema del idioma no permitía que se diera a entender bien. 

Los encargados del concierto lo observaban de lejos. Mi papá se mordía los labios y daba lo mejor de sí. Por la noche, mientras yo veía tele o me bañaba en mi pequeña alberca, mi papá estudiaba las partituras. No visitamos muchos lados, y no me atreví a contárselo a mi mamá cuando nos llamaba cada mañana por teléfono. Mi papá no lucía muy bien. Estaba demasiado pálido y dormía poco.

A mí la comida comenzó a cansarme. Era demasiado sofisticada. Algunos quesos me hicieron llorar. El que guardé en mi bolsa para Rodrigo apestó la habitación así que tuve que tirarlo. Además, no tenía otros niños con quién jugar y todo era demasiado caro. 

Las ilusiones de mi papá sobre mudarnos a Francia se disipaban con el paso de los días. Las mías también. Cada hora se preguntaba, al igual que yo, ¿qué hacíamos allí? 

—Mañana lo sabremos —dijo mi papá—. Mañana es el gran día. 


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D.R. ©️ Keila Ochoa

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