domingo, 13 de diciembre de 2020

Los intentos de Sinfónico Guzmán, capítulo 13


 

13 - El coro

—¿Sabes a qué le temo más que a una pieza de Wagner? A una que incluya un coro. Si es complicado dirigir una orquesta, ¡es peor cuando hay un coro de por medio!

Mi papá conversaba con el maestro Estradivario mientras yo copiaba notas sobre un pentagrama.

—Bien dijo Richard Strauss: «La voz humana es el instrumento más hermoso de todos, pero el más difícil de tocar». ¿No lo crees así, Sinfónico? —me preguntó el maestro Estradivario. 

—Supongo que sí. 

Tal vez debería tomar clases de canto. No necesitaría cargar mi instrumento a todos lados, ni afinarlo, ni comprar cuerdas. 

Tristemente, mi participación en el coro de la escuela no me traía buenos recuerdos. El año pasado el grupo entero olvidó la segunda estrofa del Himno Nacional y perdimos el concurso regional. No sé porqué Francisco González Bocanegra escribió diez estrofas y no una. Supongo estaba inspirado.

Entonces viajamos como familia al norte del país para un congreso al que mi papá quería asistir. Mi mamá y yo estuvimos en el hotel, paseamos un poco y comimos demasiado. Durante esos días se me ocurrió una grandiosa idea. 

Mi papá era el músico, no mi mamá. Ella prefería leer y cocinar. Quizá podría convencerlos de que mis genes se inclinaban más hacia la familia materna que la paterna. El hermano menor de mi mamá, el tío Gerson, era un buen deportista. Mi mamá seguramente me apoyaría: los deportes eran para mí, la música no. 

El domingo, antes de volver a casa, mi papá decidió caminar por la ciudad y conocerla un poco más. Otra de las aficiones de mi papá es visitar iglesias. Además de que le gusta estudiar la arquitectura de los edificios, dice que le hace bien entrar en el silencio para meditar e inspirarse. 

En nuestra ciudad solemos ir a un templo todos los domingos. A mí me gustan las historias bíblicas, y a mi papá le gusta la música. De hecho, es el pianista oficial, y dirige los cantos siempre que puede. 

Ese domingo eligió una iglesia pequeña y diferente, en el sentido de que no se veía tan impresionante. Mi mamá y yo hubiéramos escogido la banca de atrás porque no conocíamos a nadie, pero mi papá avanzó y se sentó justo en medio, así que tuvimos que seguirlo.

Había unas veinte personas allí, y nadie hablaba. Algunas mujeres miraban el suelo, y un niño pequeño sonreía desde la primera banca. Le sonreí de regreso. Un hombre con patillas blancas se puso en pie y dio unas palabras de bienvenida, luego todos tomaron unos libros pesados que estaban en las bancas y buscaron el número cuarenta y tres. 

Entonces empezó el martirio de mi papá. Un coro, en términos sencillos, es un grupo de personas cantando juntas, pero las personas en ese lugar no cantaban en unísono. Es más, mi papá diría que no cantaban en absoluto. Rugían, gruñían, aullaban, pero no cantaban. 

Mi papá apretó los puños y sus nudillos emblanquecieron. Fue la primera señal de su incomodidad. Luego apretó los labios hasta que parecían una sola línea. 

Supongo que el colmo para un director es llegar a un lugar donde se desconocen los términos: armonía, melodía y ritmo. Mi papá repasaba las palabras en el libro tratando de identificar la pieza, o eso parecía porque murmuraba nombres y tonadas en voz baja. 

 Y si te preguntas porqué las personas ahí no seguían a los instrumentos, la respuesta es sencilla: ¡no usaban instrumentos! No había un piano ni una guitarra. ¡Nada!

Entonces pasó lo que más temía en el mundo. 

—Mamá —susurré—, tengo que ir al baño. 

Mi mamá, a diferencia de mi papá, parecía contenta. O quizá solo tomaba una siesta, pues abrió los ojos y me miró con enfado.

—Yo lo llevo —se ofreció mi papá enseguida. 

Eso me sorprendió aún más. Así que juntos desaparecimos por el pasillo hasta una puerta trasera que nos llevó al sanitario. 

—No soportaré una hora con este tipo de canto a diez por hora y sin ninguna forma —decía más para sí mismo que para mis oídos—. Por eso prefiero la música instrumental. Las personas desafinadas o que no respetan la música… son…

—La música instrumental transmite sentimientos, pero la voz comunica ideas. Eso dice mi maestro —le dije.

Entonces volvimos a la banca y ocurrió lo impensable. Mi mamá sonrió, miró el techo y cantó. ¡Cantó! Su expresión reflejaba tanta paz que incluso mi papá se le quedó mirando con un signo de interrogación en la mirada.

Un hombre de barba blanca lloraba en la siguiente banca. ¿Qué había pasado durante nuestra ausencia? El hombre no lloraba frustrado por la destrucción de la música sacra, sino que algo en lo que decía lo conmovía profundamente. 

Regresé a los rostros de los presentes. Lágrimas, sonrisas, suspiros. Entonces revisé la página que mi mamá leía y comprendí todo. No me cantaban a mí, ni a mi papá, ni a sí mismos, sino a Dios.

Y un milagro había ocurrido. La voz de mi mamá dominaba el resto, y ella cantaba afinada, muy afinada, así que marcó la pauta, el ritmo y, sonriendo, sin moverse de su banca, con la mirada brillante, dirigió el coro. 

Ese día concluí que mi mamá también es músico. Y descubrí algo más: la voz humana sobrepasa cualquier instrumento musical porque transmite ideas, y cuando eso sucede, todo adquiere una nueva perspectiva porque no existe mejor música que la de un corazón agradecido, aún si es un coro desafinado.

 

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D.R. ©️ Keila Ochoa

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