viernes, 11 de diciembre de 2020

Los intentos de Sinfónico Guzmán, capítulo 11



 11- Pequeños accidentes

Ocho clases y muchos intentos fallidos. No funcionaron mis malos chistes, ni logré extraviar el violín. ¿Pero te confieso algo? El violín comenzaba a gustarme un poquito. La música tenía un efecto tranquilizador en mis caóticas tardes después de la escuela. Ya me salía «Estrellita, ¿dónde estás?», y había empezado a ensayar «Navidad, Navidad, hoy es Navidad».

El viernes Rodrigo llegó a la escuela con la muñeca vendada. 

—¿Qué te pasó?

—Me lastimé en el taekwondo. No podré entrenar una semana. ¿Por qué no vienes a mi casa para jugar video juegos? ¡Lo olvidé! Tienes clase de violín. ¡Qué patético! —Miró su mano vendada y yo suspiré—. ¡Oye! ¿Y si te lastimas, o finges que te lastimas? Ya no tendrías que ensayar y puedes venir a mi casa. 

Consideré la posibilidad. Rodrigo traía una venda extra en su mochila. Su mamá se la dio en caso de que algo le pasara a la venda que traía puesta. Así que me ayudó a colocármela en el baño antes de que tocara la campana y cuando mi mamá me vio a la salida casi se desmaya del susto.

—Debo hablar con la maestra Elena para ver qué te pasó.

—No es necesario. Fue durante el recreo, nada grave. Solo tengo que descansar. 

Mi mamá decidió llamar por teléfono a Estradivario Pérez para cancelar la clase. Le rogué que me dejara ir a casa de Rodrigo, ¡y lo hizo! Jugamos video juegos, y la pasamos tan bien que el siguiente martes me «machuqué» un dedo de la mano izquierda. Rodrigo me ayudó a ponerle un palito de madera y lo sujetamos con cinta adhesiva. Mi papá solo meneó la cabeza cuando se enteró. 

El viernes no tuve tiempo para armar un plan, así que Estradivario Pérez se plantó frente a mí. Yo me sobé la muñeca. A Rodrigo le habían quitado la venda pero aún le lastimaba y se quejaba cuando la movía. Podía hacer lo mismo.

—¿Qué te pasa, muchacho?

—Aún me duele un poco, maestro. Está resentida. 

Eso había dicho Rodrigo por la mañana cuando le dijo a la maestra Elena que no podía terminar las operaciones matemáticas. 

—Pues usa la otra mano. 

—Pero…

—No me digas que una muñeca torcida va a truncar tu carrera. 

¿Cuál carrera? Sinceramente no me veía como un buen violinista, por más que mi padre o mi maestro se esforzaran en creerlo. 

—Ningún defecto físico impide que uno haga música —suspiró Estradivario Pérez mientras se acomodaba en la silla de siempre. 

—¿Y si no tienes manos?

—Puedes tocar el tambor con los pies. 

—¿Y si no ves?

—Memorizas las piezas y sigues tu instinto. Conozco un chelista ciego. Un excelente músico. 

—¿Y si estás parapléjico?

—Hay quien toca con la boca, solo necesitas sujetar un palo y golpear un platillo. Aprendí de mi abuelita que querer es poder. Solo hay una cosa que puede impedir que hagas música. Y no es ninguna de las que has mencionado. 

Una persona sorda, definitivamente, no podría tocar, pero no se lo dije.

—Está bien, Sinfónico. Si tan lastimado estás, dejaremos la clase para otro día. Pero el domingo le pediré permiso a tu papá para llevarte a una ciudad cercana. Será una excursión, o más bien, una clase teórica. 

Supuse que no contaba con alternativa. 



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D.R. ©️ Keila Ochoa

 


 

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