5 - El concierto
—¿Cuántas clases llevas?
—Hoy es la número cinco.
—Para cuando sean las diez clases, ¡te habrás perdido un mes de entrenamiento de taekwondo! ¡Debes hacer algo! —insistió Rodrigo.
Sospeché que el respeto de mi amigo comenzaba a disminuir.
—Está bien. Déjame pensar.
Pero no se me ocurrió nada. Dieron las cuatro de la tarde, y yo seguía tratando de idear un chiste. Cuando la manecilla de los minutos apuntó al número dos, supe que algo estaba ocurriendo. No había sonado el timbre. ¿Habrían surtido efecto mis malos chistes? Quizá el maestro Pérez se dio cuenta que a mí no me interesaba la música. Pero antes que pudiera ir a mi cuarto para jugar video juegos, mi mamá se asomó por la puerta de la cocina.
—Hoy hay un concierto importante. Salimos a las seis.
Dos cosas cruzaron por mi mente. Primero, supuse que la ausencia del maestro Estradivario se debía a su participación en la orquesta de mi papá. Segundo, detesté mi mala suerte. El único concierto que me emocionaba, y en el que no me había dormido, era el del Día del Niño. Para el resto de los conciertos, mamá solía dejarme llevar la tableta para entretenerme, aunque no podía subir el volumen ni hacer ningún sonido que llamara la atención. Para mi fortuna, mi papá nos apartaba un palco donde era más fácil pasar desapercibido.
Así que me puse un pantalón de mezclilla y un suéter negro, y a las cinco y cuarenta llegamos al teatro que estaba repleto de gente.
El teatro de la ciudad era un edificio de tiempos de don Porfirio, el que gobernó México por más de treinta años. Las butacas también eran esa de época, porque la tela ya no era rojo fuerte, sino un rosa pálido. Pero los ciudadanos se enorgullecían de las columnas, los palcos y las decoraciones pintadas color oro.
Nos dirigimos a nuestro palco, y observé a Rodrigo en el otro extremo con su papá y sus hermanos. Él me hizo una mueca que yo le devolví. Ninguno de los dos saltábamos de emoción por estar allí.
—¿Qué es tan especial hoy? —le pregunté a mi mamá quien respondió con su voz bajita.
—Todos quieren escuchar al maestro Pérez.
¿En serio? ¿Por qué? Antes que pudiera decir mis preguntas en voz alta, la cortina detrás de nosotros se abrió y el presidente municipal, don Rigoberto Valencia, apareció con su esposa.
Nos saludó con entusiasmo, mientras se quitaba el saco y mostraba una camisa con los botones a punto de reventar. Su esposa, con el cabello rubio largo y alborotado, besó la mejilla de mi mamá.
—Gracias por aceptarnos en el palco. Ahora sí se vendieron todos los boletos. ¿A qué se dedica el maestro Estradivario Pérez? —quiso saber don Rigoberto.
—¿Además de la orquesta? —preguntó mi madre—. Da clases particulares. Mi hijo es uno de sus alumnos.
El presidente municipal me miró con interés. Supongo que ni siquiera sabía mi nombre, porque solo me despeinó y dijo: —Me alegro por ti, muchacho.
Mi padre insistía en comenzar a tiempo. La mayoría de los músicos ya estaban sentados sobre sus sillas de plástico, conversando con el vecino o limpiando su instrumento. Entonces mi maestro Estradivario apareció en escena y la gente aplaudió. Siempre lo hacían con el primer violín. Mi maestro, bajito y moreno, ocupó la primera silla junto a Margarita Yalishova, a quien había desbancado.
Margarita, una rusa que hablaba chistoso y tenía una tienda de ropa, había sido la máxima violinista antes que mi maestro llegara a nuestro pueblo. Pero no parecía molesta, sino emocionada.
El maestro Estradivario observó al que tocaba el oboe, quien a su vez tocó una nota. Los instrumentos se afinaron, en lo que pareció el balido de una vaca, y luego todos aguardaron a mi padre. Yo me preparé para dormir, o para soñar despierto. Con el presidente municipal a mi lado no me atrevería a encender la tableta y dedicarme a matar zombis o perseguir conejos. ¿A qué hora terminaría la tortura? Preferiría, mil veces, estar en un campeonato de taekwondo y gritar ¡iii…..yaaaaa!
(En el video puedes ver cómo afina una orquesta)
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D.R. ©️ Keila Ochoa
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