lunes, 7 de diciembre de 2020

Los intentos de Sinfónico Guzmán, capítulo 7



 7 - El primo

En la quinta clase recibí mi primera pieza. El título de la primera canción que Estradivario Pérez deseaba que yo tocara era: «Estrellita, ¿dónde estás?» ¿Te suena familiar? ¿Acaso no es la canción más trillada, aburrida e infantil de todas? ¿En serio pretendía Estradivario Pérez que mi incursión a la música comenzara con semejante tonada?

¿Por qué no eligió algo de Bach? Desde que había escuchado al maestro Estradivario tocar Bach decidí que el antiguo alemán de rizos blancos era el mejor compositor de todos los tiempos. 

Do – do – sol – sol – la – la – sol

—¿Ya te sale la Estrellita? —me preguntó Rodrigo antes de la sexta clase.

Sinceramente sonaba horrible, y no pasaba de la primera línea de la partitura. 

—Deberías estar en taekwondo. Este es el grito de combate… Iiiiii ¡ya!

Sonó bastante escalofriante. Pero definitivamente, era mejor que el do – do – sol – sol — la — la — sol.

—He estado pensando, ¿y si algo le pasa a tu violín? No puedes volver a practicar, ¿o sí? 

¿Cómo no se me había ocurrido antes? ¡Esa era la solución! De camino a casa tramé cómo deshacerme del violín. No podía ser demasiado obvio. ¡Imposible lanzarlo del segundo piso! 

Entonces mi mamá anunció: —Tendremos dos visitas en casa esta tarde, Luis. Tu primo Fabián y Edson Sierra. Tu tía acaba de tener a su bebé, así que Fabián se quedará el fin de semana.

Fabián, de cinco años, me caía bien durante veinte minutos. No más. Le encantaba destruir cosas. Para mi mala fortuna, él ya estaba en casa cuando llegué. 

—¡Mira lo que traje! 

Me enseñó su maleta con un cochecito sin ruedas, un muñeco sin un brazo y un avión sin un ala. Durante la comida, también se las ingenió para hacer pedazos una servilleta, doblar una cuchara y regar la sopa sobre el mantel blanco con el que mi mamá deseaba deslumbrar a Edson Sierra. 

—¿Y el maestro Estradivario? —pregunté a las cuatro. 

—Pospuso tu clase por la visita de Edson. 

¿Y quién era el tal Edson? Lo descubrí unos minutos más tarde cuando mi papá y él atravesaron la puerta. Edson era alto, muy alto. Hablaba portugués, así que su español sonaba chistoso. Le encantaba el fútbol y no soltaba una cajita negra que traía bajo el brazo. 

—¿Qué es eso? —le preguntó Fabián cuando Edson se sentó sobre el sofá. 

—Mi oboe. 

—¿Qué es un oboe?

—Es un instrumento de viento.

Si Fabián esperaba que se lo mostrara, se equivocó. Edson Sierra rozó la cajita y comentó: —Acabo de visitar Canadá, donde estaba nevando. Tuve que poner mi oboe en un estuche especial pues no debe darle el frío porque puede agrietarse o sonar amargo. Ahora que estamos en climas cálidos, he traído otro estuche. Si le da el calor directo, pierde sus teclas, así que debe permanecer a una determinada temperatura. 

No me gustó la expresión en los ojos de Fabián. 

—Bueno, chicos, vamos a cenar. Y espero que quede claro que nadie, nadie debe tocar el oboe del señor Sierra —concluyó mi papá. 

Mi papá había cometido un error imperdonable. Si no quieres que un niño pequeño toque algo, lo último que debes hacer es advertírselo. Los ojos de Fabián brillaron y yo quise morirme allí mismo. Se avecinaban problemas. 

 


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D.R. ©️ Keila Ochoa

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