4 - El humor
El lunes platiqué con Rodrigo.
—¿Y cómo es el maestro?
—Lo pasarías por alto en la calle. No parece un concertino, como le dice mi papá, sino un oficinista.
—No suena nada bien.
—Lo que no suena bien es mi violín —añadí.
Durante la clase de Informática, Rodrigo googleó el nombre de Estradivario Pérez y lanzó un silbido.
—No es nada atractivo —suspiró mientras ambos contemplábamos su fotografía—. Pero, mira, su nombre real es Gustavo Pérez. Le dicen «Estradivario» por lo bien que toca el violín. Mi maestro de taekwondo solo tiene página de Facebook.
El hecho que Estradivario Pérez apareciera en más de diez páginas web no me impresionó.
—Oye, Luis, y ¿por qué no le cuentas chistes?
Mis chistes siempre lograban sacar de sus casillas a mis maestros. La profesora Elena, por ejemplo, torcía la boca y sus fosas nasales se agrandaban cada vez que decía: —No fue gracioso, Sinfónico.
—¿Buscamos algunos?
Así que preparé mi artillería, y el martes lancé el primer misil.
—Maestro —pregunté a mitad de la clase—, ¿es cierto que las cerdas del arco están hechas de pelo de caballo?
Estradivario Pérez lanzó un gruñido en forma de respuesta. Mientras yo tomaba clases, él tomaba una siesta. Se acomodaba en el sillón de la sala, mientras que yo permanecía de pie junto a él. Mi brazo subía y bajaba el arco; su bigote subía y bajaba al compás de su respiración.
—¿Se las arrancan mientras están vivos?
El profesor abrió un ojo y dio un estornudo.
—Por supuesto que no, Sinfónico. Se las quitan cuando están muertos.
Di un largo suspiro y bajé el arco. Luego agaché un poco la cabeza con fingida tristeza.
—¿Qué haces? —me preguntó irguiendo la espalda. Sus ojos ya no estaban cerrados, sino abiertos de par en par.
—Guardo un minuto de silencio en respeto al caballo que me donó sus pelos para tocar esta cuerda treinta veces en quince minutos.
El maestro Estradivario arrugó la nariz. ¿Estaría comenzando a hacerlo enojar? Estornudó dos veces seguidas, una prueba más de que era alérgico a los niños, y luego se talló los ojos.
—Sigue practicando. Terminaremos hoy cinco minutos antes porque me duele la cabeza.
Quizá estaba funcionando. El viernes, con nuevas municiones, ataqué.
—Maestro, ¿sabía que Albert Einstein tocaba el violín?
Como él no respondió, proseguí: —Era parte de un cuarteto, y se rumora que no conseguía entrar a tiempo. En el cuarto intento, el chelista se detuvo y le dijo: «Tu problema, Albert, es que no sabes contar». ¿Se imagina? ¡Alguien diciéndole al físico matemático más importante del siglo que no sabe contar!
Lancé una fuerte carcajada, pero Estradivario Pérez me miró largo y tendido antes de remover el bigote y apuntarme con el dedo.
—Sé cuál es tu problema, Sinfónico.
¿Adivinaba que lo mío no era la música sino el taekwondo? ¿Se pondría de mi parte para convencer a mi papá de sacarme de las clases de violín para siempre?
—Tu problema es que eres como tu padre.
No vi venir el comentario, así que no supe cómo responder.
—Quieres convertirte en un virtuoso como él, y crees que se trata de comprar un instrumento, pagar unas cuantas clases y listo: ¡tocas el violín! Pero las cosas no funcionan así.
La manera en que me miró exigía una respuesta.
—Pensé que sería más fácil. Más divertido. Llevo tres clases haciendo lo mismo.
—Y te faltan meses, quizás años de escalas y de repetir las mismas piezas hasta ser un concertista. La música no es comida rápida. Estamos en el negocio de la comida artesanal.
Prefiero la comida rápida. ¡Mil veces Burger King a «La Casa Grande» donde mi papá siempre quiere ir! Allí se tardan siglos en servirte y te topas con media ciudad. Todos, por supuesto, pasan a saludar a mi papá, el director de la orquesta.
—Dame diez clases, Sinfónico—. Mi papá le dijo mi verdadero nombre, y el maestro lo usaba en cada oportunidad—. Si decides que la música no es lo tuyo, yo mismo hablaré con tu padre. Solo diez clases.
Apenas íbamos en la número tres, y tengo un gran defecto, me cuesta trabajo decir «no». Así que lancé un largo suspiro, y mientras Estradivario Pérez descansaba en el sillón, yo toqué las cuerdas, una y otra vez hasta que terminó la sesión.
Antes de despedirse, el maestro Pérez me sujetó del hombro: —Y parte del trato, es que harás la tarea. No has ensayado, Sinfónico. Ni siquiera sacas el violín del estuche después de la clase.
¿Cómo lo sabía? ¿Habría puesto cámaras de vigilancia en la casa?
Ninguna porción ni parte de esta obra se puede reproducir para fines de lucro
Todos los derechos reservados.
D.R. ©️ Keila Ochoa
No hay comentarios.:
Publicar un comentario