12 - La excursión
El domingo, el maestro Estradivario pasó por mí a las nueve. La ciudad en cuestión estaba a dos horas. Me subí al asiento delantero y me puse el cinturón de seguridad. Lamenté que el maestro Pérez no trajera con él a su esposa. Me caía bien y supongo que habría sido más sencillo para mí. ¿Qué conversaría con el maestro Pérez durante dos horas de camino?
El maestro Estradivario puso música, y no se incomodó con mi silencio. Mi mamá me había preparado unas tortas, así que me dediqué a comer y le convidé a mi maestro. Su bigote subía y bajaba mientras masticaba. En verdad comenzaba a simpatizarme. Lástima que solo nos quedaran dos clases juntos, pero yo estaba decidido a cambiar a taekwondo. Rodrigo y yo habíamos hecho planes. Los viernes, después de entrenar, veríamos películas juntos o jugaríamos video juegos. Sería divertido.
Cuando llegamos a un hermoso edificio, de esos que parecen más una iglesia que un teatro, nos acomodamos en la tercera fila. El maestro miró el programa, y yo me entretuve con un carrito de juguete que mi mamá me dejó llevar en la bolsa del pantalón.
A las doce en punto, las luces se extinguieron. Minutos después, comenzó la presentación de una percusionista que tocaba el xilófono. La palabra xilófono significa sonido de madera, y aunque parece una marimba, tiene dos filas y suena diferente. La mujer en cuestión tocó una pieza de Vivaldi. ¡Me encantó!
La joven tocó varias piezas más, a veces con el xilófono, otras con los platillos. Noté que no usaba zapatos, y que su cabello alborotado se movía al ritmo de la música. El público aplaudía con emoción después de cada pieza. No me pareció tan aburrido, aunque tampoco tan mágico como cuando escuché al maestro Estradivario la primera vez.
Cuando terminó el concierto, el maestro Estradivario me llevó a comer a un centro comercial. Después de dar muchas vueltas, terminamos en la comida rápida. Yo pedí una hamburguesa, él un trozo de pizza.
—¿Qué te pareció la participación de Efigenia González?
—¿Quién es Efigenia?
El maestro arrugó la nariz.
—¡Ah! La que tocó el xilófono. Lo hizo bien, supongo.
—Yo pienso que es genial. Sobre todo porque es sorda.
¿Sorda? Eso no lo había imaginado.
—¿Y cómo le hace?
—Siente las vibraciones con sus pies, con sus piernas, incluso con el cuello y el rostro. ¿No te parece que es fantástica?
En minutos mi opinión había cambiado. De hecho, me hubiera gustado regresar el tiempo para verla otra vez. ¿En verdad era sorda? ¿Por eso estaba descalza? Debí prestar más atención.
—Su sordera no impidió su amor por la música.
Adiviné que vendría una lección. Así sonaba mi mamá antes de darme una pizca de su sabiduría.
—Entonces, ¿qué es eso único que puede impedir que tú o cualquiera haga música, Sinfónico? ¿Me puedes decir?
Sordera no, ceguera no, parálisis no. ¿Qué sería?
—No lo sé.
El maestro Estradivario no habló hasta que terminó de masticar su pedazo de pizza y acabarse su refresco. Yo hasta creí que se le había olvidado nuestra conversación.
—La única cosa que te puede impedir hacer música —dijo el maestro Estradivario y se inclinó hacia adelante—, es tu voluntad, Sinfónico. Si no quieres hacer música, nunca lo harás.
De acuerdo al maestro, cualquiera podía hacer música: yo, Rodrigo, doña Queta. La pregunta era: ¿Quería yo hacer música?
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D.R. ©️ Keila Ochoa
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