jueves, 4 de febrero de 2021

El misterio del zafiro - capítulo 23



 23

La oscuridad se esfumó y Bubee bendijo al Dios de nuestros padres. Sargón solo estiró los brazos y dejó que el sol le pegara unos momentos. 

Yo, sin embargo, estaba triste. Muy triste. El día catorce había llegado. Bubee me contempló con fijeza. 

—Sé fuerte, Adina. 

¿Pero cómo podía serlo? Mío moriría en unas horas. Ima no sabía cómo consolarme. Me preparó un caldo con cebolla, pero yo no quise comer. No tenía apetito. 

Acudí al establo para despedirme. Mío baló al verme. No dejé que se me acercara. Dolería demasiado abrazarlo y oler ese intenso aroma que salía de su lana. Otros podían llamarle apestoso. Yo solo sabía que lo echaría de menos. 

Nos miramos fijamente. Mío no dijo nada, solo me contempló largo rato sin moverse, algo inaudito en su caso. Siempre andaba saltando o buscando qué morder. Yo me quedé prendida en esos ojos oscuros, y solo moví los labios diciendo «Gracias». 

Mío baló en respuesta. Yo volví a casa.

Los vecinos se reunieron. La hora había llegado. Decidí no presenciar la escena, pero Dan me mantuvo al tanto.

—Ya lo han matado, Adina. 

—¡Vete!

Las lágrimas empañaron mis mejillas. No vería a Mío nunca más. Desde ese momento, decidí que no volvería a desear una mascota. No valía la pena. Para distraerme, trataba de pensar en Manu. ¿Qué haría en esos momentos? 

Dan volvió: —Lo han puesto en una extraña posición para que escurra su sangre en la vasija. 

—¡Déjame en paz!

En ocasiones Dan podía ser tan fastidioso que provocaba la ira del más santo.

El tío Rubén apareció con una vasija y con sumo cuidado, tomó un manojo de ramas de hisopo y mojó la punta con la sangre. Mi estómago se contrajo. Esa sangre había pertenecido a Mío. Quise vomitar. Pero Bubee rezaba, mientras el tío Rubén untaba la sangre en la parte superior de la puerta. Luego tiñó de rojo ambos lados del marco. 

—El ángel pasará de largo esta noche —declaró Bubee. 

Eso esperaba. Mío no debía haber muerto de balde. 

Bubee me hizo repetir las instrucciones casi tres veces.  Primero, nos vestimos como si fuéramos de viaje. Ima ayudó a las otras mujeres a asar la carne al fuego. Mi estómago se contrajo. Estaban cocinando a Mío. ¡Qué horror!

El tío Aholiab y su familia llegaron más tarde.  Bubee puso unas hojas verdes y amargas en la mesa. Otra tía colocó en medio el pan sin levadura. Cuando la carne estuvo servida y las sombras descendieron en Egipto, nos sentamos alrededor de la mesa. 

Nada se me antojaba. Por supuesto que no tocaría la carne de Mío, pero tampoco ese pan desinflado ni esas hierbas de extraño sabor. Qué extraña fiesta había inventado el Dios de nuestros padres. De hecho, poco tenía de fiesta. El tío Aholiab aclaró su garganta. 

—Este será un día para recordar. Cada año, de generación en generación, deberemos celebrarlo como un festival especial al Señor. Esta es una ley para siempre. Alabemos al Dios de nuestros padres. 

Empezamos a comer después de unos cantos que Bubee entonó con su voz gruesa. Yo no comí carne. Nadie me regañó. Moisés había dicho que no dejáramos ninguna sobra para el día siguiente. No debí preocuparme. Los adultos se encargaron de dejar los platones limpios.

Nadie hablaba. Todos aguardaban que alguien tocara la puerta. Entonces se sintió un viento helado, como si alguien se acercara con pasos sigilosos. ¿Se sentiría así estar cerca de la muerte? 

Mi piel se erizó. Todos lo sentíamos. Sabíamos que «algo» se encontraba fuera de la casa, pero nadie se atrevió a asomarse. Solo un loco lo haría. El ángel de la muerte evaluaba nuestra obediencia. 

Pero seguramente el ángel contempló la sangre de mi cordero porque el momento pasó. El tío Aholiab y el primo Josafat lanzaron un largo suspiro. Aún así no hubo alboroto ya que, en la lejanía, se empezaron a escuchar los gritos. Al principio tenues, itinerantes, apartados entre sí. Pero con el paso de la noche aumentaron en intensidad.

Bubee sollozaba en silencio. 

—Ahora ellos lloran, pero olvidaron aquellos años en que cada casa hebrea hacía duelo por bebés indefensos que se ahogaron en el río. Que Dios se apiade de ellos. 

En eso, supe quién había robado el zafiro de Manu. ¿Habría Manu llegado a la misma conclusión? Solo había una posibilidad. 


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D.R. ©️ Keila Ochoa

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