24
De madrugada, la noticia corrió como el fuego. El faraón nos echaba de Egipto. No deseaba vernos nunca más. Debíamos empacar de prisa, aunque realmente ya estábamos preparados. Moisés nos había mandado estar vestidos y calzados. Solo faltaba poner las cosas en las carretas o los burros.
Sin embargo, hubo una última instrucción. Debíamos ir a casa de los egipcios y pedir ropa y objetos costosos.
—¿Y nos darán algo? —preguntó Bubee.
—Debemos obedecer —dijo Ima—. Vamos a casa de la dama Nefertiti, Adina.
Yo me alegré. Vería a Manu por última vez. Lograría despedirme.
Al ir caminando, me entró una sensación curiosa. Todo parecía nuevo. Ya no iba como esclava, sino como libre. Ya no miraba a Egipto como un lugar bello donde vivir, pues los estragos de las plagas y del dolor se mostraban en cada piedra. Empecé a añorar esa Tierra Prometida, la de mis antepasados.
Tal como Moisés lo predijo no había hogar egipcio que no llorara una muerte. En casa del gran Zaid, habían muerto esclavos, hijos de esclavos, y también el tío, el hermano del gran Zaid. No nos recibió Num. De hecho, nadie nos abrió la puerta. Entramos como si la casa nos perteneciera, y admiré la seguridad en Ima quien avanzó con la frente en alto.
Llegamos hasta la misma cámara de Nefertiti. Ella, sin maquillaje, lucía anciana. Al vernos, no gritó ni nos echó.
—Váyanse de aquí. Déjennos en paz. ¿Qué quieren? ¿A qué han venido?
—Señora, mi pago…
—¡Hagar! —la dama Nefertiti llamó a la esclava—. Dales lo que quieran. Telas: lino fino y púrpura, pelo de cabra y de camello. Ropa, túnicas, alhajas. Lo que quieran. Pero váyanse de aquí. No quiero verlas nunca más.
Hagar agachó la cabeza y nos guió al cuarto donde guardaban sus ropas. Le dijo a Ima que eligiera. Ima comenzó a juntar tela, sandalias, cosas útiles para el viaje. Hagar y yo la observábamos de lejos. Quería preguntar tantas cosas, pero no sabía cómo empezar.
—¿Qué sabor tiene la libertad, Adina? —me preguntó la egipcia.
Me interesó la pregunta. Me acordé de las hierbas amargas que había probado la noche anterior. Luego pensé en la carne asada de Mío.
—Agridulce —contesté.
Ella asintió. Entonces decidí comprobar mi teoría.
—Aquel día que se te rompió el collar de cuentas rojas, ¿de dónde salió Num?
Ella se rascó la cabeza.
—Deja recuerdo. Venía yo caminando por ese pasillo. Era la tarde, un día antes que el toro sagrado muriera, me parece. Yo venía jugando con el collar. Rezando, tú sabes. Entonces tiré de la cuerda. No se me ocurrió que se rompería, pero así sucedió. Las cuentas volaron. El ruido me espantó. Dicen que en ese pasillo espantan. Entonces grité porque de la nada salió Num.
—¿De adelante o atrás?
Hagar arrugó la frente: —Del medio, si eso es posible. Se me figuró que cruzaba las paredes. Pero ya sabes, él de piel tan oscura, y luego el pasillo a media luz…
—Quisiera ver a Manu.
—Te quieres despedir, ¿verdad? Está en el jardín. Yo me quedo con tu madre.
Corrí hacia la piscina.
Manu estaba al borde de la alberca, contemplando el agua sucia y negruzca. Él escuchó mis pasos y giró el rostro. Me dirigió una tímida sonrisa.
—¿Vienes a jugar al senet?
—Vengo a despedirme —le dije.
Él asintió con pesadumbre.
—Eso dijo mi padre. Se marchan hoy mismo. Que te vaya bien.
Regresó la vista al agua enturbiada.
—Creo que sé quién robó el zafiro.
Manu giró el rostro con sorpresa. Se puso en pie de inmediato.
—Dímelo. Quiero saber.
Le conté sobre el collar de cuentas rojas.
—Esa huella que encontramos pertenecía a un pie grande. Tu padre no calza tanto. Pero en esta casa, hay alguien con un pie enorme.
—¿Num? Pero él cuida de la casa. Es el hombre de confianza de mi padre.
—Pero no cree en ningún dios —y repetí textualmente las palabras de Hagar.
—Solo hay una manera de comprobarlo —declaró Manu.
Lo seguí al ala donde dormían los esclavos. Num, como uno de los principales, tenía su propia habitación. Se trataba de un cuartito minúsculo, que solo contaba con un lecho y un cofre de madera, pero un privilegio para alguien de su clase social.
Manu buscó debajo del lecho. Nada. Traté de abrir el cofre, pero se encontraba sellado.
—Estas cajas cuentan con una trampa. Observa.
Tiró de un gancho debajo, y se abrió la tapa. Ambos observamos un solo objeto reposando sobre un trozo de tela áspera. El ojo de Horus.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Manu.
De repente, unas manos oscuras nos sujetaron de las túnicas.
—¿Qué hacen aquí, niños curiosos?
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