sábado, 6 de febrero de 2021

El misterio del zafiro - capítulo 25



 25

El rostro de Num lucía descompuesto. Si acaso se pudiera, se veía más oscuro y amenazante. Con sus poderosos brazos nos sacudió como a manojos de hierba. Manu y yo tratábamos de zafarnos. 

—¿Así que han descubierto mi secreto? 

—¿Por qué, Num? Mi padre confía en ti. 

Num nos dejó caer al suelo, pero de inmediato volvió a atraparnos. Nos tomó del cuello con fuerza. Sus dedos apretaban mi nuca. Sentía cómo me asfixiaba lentamente. 

—Pues tu padre es un tonto. Nadie debe confiar en un esclavo. Mucho menos en un nubio. Hemos sido enemigos de los egipcios durante siglos. 

—¿Pero de qué te sirve el ojo de Horus? —Manu preguntó con voz chillona. 

—Para protegerme. ¿Para qué más? Y aquí estoy. Aún vivo. 

Yo intentaba pensar cómo librarme del aprieto. En eso recordé al Dios de mis padres. Ya me había escuchado y ayudado una vez anterior. ¿Volvería a hacerlo? ¡Por supuesto! Él amaba a mi pueblo. 

—Dios mío, ayúdame. 

Num me miró: —¿Quieres ver cómo mato a un egipcio con mis propias manos? Como hebrea debes odiarlo tanto como yo. 

—No lo odio —respondí de inmediato. Y entonces, alcé mi pierna y lo pateé con todas mis fuerzas. Mi pie fue a dar en la entrepierna, lo que provocó que Num se doblará en dos por un momento. Su mano aflojó el tirón en mi cuello. Me eché para atrás, lo que provocó que se rasgara mi túnica, pero ¡estaba libre!

Num, colérico, llevó su mano libre al cuello de Manu. ¡Lo estaba ahorcando! Sin pensarlo dos veces, me trepé a su espalda. Jalé sus cabellos y lo golpeé con los pies en el costado. Mientras tanto, gritaba por ayuda. Manu cayó de rodillas. Su piel se volvía más pálida que un trozo de papiro. Entonces mordí la oreja de Num con todas mis fuerzas. Había visto cómo Mío mordía algo y no lo soltaba hasta que algo superior lo obligaba. Me comportaría como él. 

Sentí la sangre en mi lengua, pero no desistí. De repente, Num dejó a Manu y se movió con violencia para quitarme de encima. Justo entonces, se escucharon pisadas en el pasillo. Num palideció y después de lanzarme la mirada más cargada de odio que viera en mi corta vida, se echó a correr en dirección opuesta. 

Segundos después, apareció el gran Zaid con espada en mano. Jamás lo había visto tan de cerca. En verdad provocaba respeto. Pero sin pensarlo, colocó la punta de su espada en mi pecho. 

—¿Qué pretendes, hebrea? ¿Ahora quieres matar a mi hijo? 

Y para colmo, observó el ojo de Horus en la caja. 

—¡Tú lo robaste! 

Alzó la espada al aire. Solo faltaba que la llevara hacia abajo para que me enviara con mis antepasados. Pero Manu gritó.

—¡No, padre! ¡Él me salvó!

El gran Zaid miró a su hijo. Manu le contó todo. Nuestros juegos de senet. Nuestras investigaciones. Nuestras deducciones. Nuestro hallazgo. 

—Num me hubiera matado si Adina no se le echa encima y le muerde la oreja. Creo que se la arrancó. 

Yo me sonrojé. No se la había arrancado del todo, pero le quedaría una profunda marca. De hecho, me dolían los dientes, y al recordar su sangre, escupí al suelo. 

—Deben irse, hebrea —el gran Zaid me miró con cierto temor—. No deben volver a Egipto jamás. 

Manu y yo intercambiamos miradas. 

—Llévate el ojo de Horus. Está maldito. 

¿Y por qué me daba algo maldito? Sin embargo, yo sabía que esa magia egipcia no funcionaba con mi Dios. Y me gustaba la piedra. Vería la manera de quitarla del armazón del ojo para conservar solamente el zafiro. 

Sin una palabra más, me marché. Hubiera deseado despedirme de Manu y contarle sobre el Dios de mis padres. Hablarle del padre Abraham y del patriarca José. Explicarle que aún sin forma ni estatua, mi Dios era real y poderoso. Pero no pude, así que avancé rumbo a las habitaciones de la dama Nefertiti. 

Entonces pensé en la piedra. El gran Zaid me la había dado a mí. No tenía porqué enseñársela a Hagar, ni a mi madre. Me colgué el ojo de Horus y lo oculté bajo la tela de la nueva túnica. Revisé que no se pudiera observar, y la alcancé en la puerta. Algunos secretos debían permanecer así, en secreto.


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D.R. ©️ Keila Ochoa

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