domingo, 7 de febrero de 2021

El misterio del zafiro - capítulo 26 (final)



26

El pueblo olía a fiesta. Bubee había empacado la masa no leudada en un saco. Dan vigilaba las ovejas. El tío Rubén guiaría el burro que cargaría lo más pesado. Yo avanzaba al frente, con otras niñas. Moisés nos había pedido que nos organizáramos por familias. Al ir recorriendo los primeros tramos, se nos unieron primos y primas de mi madre que yo no conocía. Habían vivido en otras comunidades del territorio de Gosén, pero descendían de Dan. 

Quizá encontraría nuevas amigas. Tal vez con piedras y un trozo de madera podría armar un senet y enseñarle a alguien más a jugar. Me pregunté si mi madre traería cebollas para cocinar. Pero seguramente las sembraríamos en la Tierra Prometida. ¿Cuándo llegaríamos? Probablemente en un mes. Poco tiempo. Construiríamos una casa y cuidaríamos a los rebaños que crecerían en número hasta necesitar de un granero como el de casa del gran Zaid. 

Traía el zafiro oculto en una bolsa que amarré a mi cinto, debajo de mis ropas. No lo traía como un amuleto, sino como un pequeño tesoro que de algo serviría en la Tierra Prometida. 

De repente, alguien gritó. 

—Hagan paso. Viene un grupo de familiares de la tribu de Rubén. Déjenlos pasar para que se unan a sus hermanos al frente. 

El tío Aholiab nos indicó que obedeciéramos. Algunos traían monturas, la mayoría caminaba. De pronto, mi corazón se detuvo. Un frío helado recorrió mi espalda y me puse en pie para ver mejor. 

Entre los familiares de Rubén caminaba un hombre alto, de piel oscura. Di unos pasos para comprobarlo. Su oreja derecha tenía una herida. ¡Num! ¿Y qué hacía él allí? Alguien debía informar a Moisés que un ladrón y casi asesino viajaba con nosotros. ¡Un momento! Moisés era un asesino. ¿Por qué Num quería viajar con nosotros? Tal vez solo quería salir de Egipto y en unos kilómetros escaparía rumbo al sur.  

No había qué temer. El Dios de mis padres me protegería. Ademas, la presencia de Sargón también me tranquilizaba. Él iba junto al tío Rubén y ayudaba a la abuela. Entonces unas primas y tías sujetaron unas panderetas. Y para sorpresa de todos, Bubee cantó. Su voz armoniosa y un poco gruesa alabó al Dios de nuestros padres por su misericordia. Sus pies bailaron y sus brazos se agitaron. Ya no parecía la abuelita de unos meses atrás, encorvada y triste, sino una jovencita alegre que disfrutaba la vida. 

Bubee se acercó y  me tomó de las manos. Qué hermoso era ver a Ima reír y a Dan saltar. Nos esperaba una nueva vida, una nueva tierra, nuevas aventuras. Y eso me hacía sentir… muy feliz. 

 


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