lunes, 1 de febrero de 2021

El misterio del zafiro - capítulo 20


 20

 Kaffe le contó a su padre cómo vio la puerta abierta al santuario y me encontró ahí. El gran Zaid arrugó la frente. 

—¿Es eso cierto, hebrea?

—Sí, señor. Pero no robé nada. Al contrario. Buscaba al culpable. 

Kaffe lanzó una carcajada.  Jendayi y su madre estaban a la derecha. Num y Kaffe a la izquierda. Un juicio desigual. 

—Tal vez se llevó el zafiro dentro de la ropa que le damos a lavar. 

Num habló: —He revisado la ropa, señora. Todo está en orden. 

—Llamen a Hagar —ordenó el gran Zaid. 

La esclava llegó en seguida. La contemplé con atención. Como siempre, traía su collar rojo, pero no faltaba ni una cuenta. El gran Zaid le repitió sus sospechas. 

—¿Has visto algo que te indique que esta chica ha robado el zafiro?

Hagar comprimió los labios. Lucía muy pálida. ¿Estaría enferma?

—No, señor. Pero es una hebrea. Ellos poseen magia poderosa. Magia para la que no existen amuletos y…

—¡Basta! —ordenó Zaid—. Los hebreos son un pueblo esclavo, no una potencia. 

En eso, finalmente apareció Manu.  Zaid contempló a su hijo. 

—Ven acá. ¿Conoces a esta chica?

Manu agachó la vista: —No, señor. Aunque adivino que es una esclava. 

Zaid se rascó la barba: —Los han visto conversando. 

Manu negó con la cabeza. 

—¿No juegan al senet juntos?

—No, señor. Eso lo hacía con mi esclavo Sargón. El que huyó. 

¡Mentiras y más mentiras! Sargón ni siquiera sabía acomodar las fichas en el tablero.

—Entonces di la verdad, esclava. ¿Dónde está el zafiro?

Abrí los ojos de par en par. Sin la ayuda de Manu, estaba perdida.

—¡Yo no lo tengo, amo!

Me agaché y pegué mi frente en el suelo en señal de humillación. ¿Qué debía hacer para que me creyeran? 

Alcé un poco la vista unos milímetros. A mi derecha, tres pares de pies pequeños y femeninos se cubrían por hermosas sandalias. A la izquierda, dos pares de pies medianos estaban entre los enormes pies oscuros de Num. 

—No sé si mientes, hebrea. Pero si me estás engañando, espero que esta lección te haga entender con quién tratas. ¡Castígala, Num!

El látigo apareció enseguida. Nada me salvaría esta vez. Me cubrí la cara y apreté los labios. Estaba sola. Nadie me defendería. Mi madre no estaba allí. Manu me había traicionado. ¡Qué tragedia! 

El primer golpe me tumbó al suelo. ¡Qué dolor! Las lágrimas fluyeron. Uno más. Zaid llamó a sus hijos y la familia salió de ahí. Num, Hagar y yo estábamos solos en la sala. Entonces pensé en las palabras de Sargón. Nuestro Dios era más poderoso. 

—Dios de mis padres, ayúdame. Llevo dos latigazos y ya siento que me muero. No soportaré uno más.

—Es suficiente —rogó Hagar—. Es una niña.

—Es una hebrea—dijo Num entre dientes. 

—Y su Dios es poderoso —insistió Hagar. 

Num resopló y se marchó. Yo traté de moverme. La espalda me ardió. La sangre en mis labios indicó que los había mordido al reprimir los gritos. Una mano suave me acarició. 

—Te curaré. 

Hagar me ayudó a pararme. Caminamos hasta la cocina, donde pocas esclavas trabajaban. Hagar pidió un poco de agua. En el jardín encontramos una banca de piedra solitaria y Hagar limpió mi espalda. 

—Tu Dios es poderoso, hebras. ¿Cuál es el secreto de su magia? 

Solo sabía que mi Dios escuchaba mis plegarias.

—¿No lo sabes o no me lo quieres decir?

Debía hablar en el idioma de la supersticiosa Hagar, así que respondí: —Su magia es demasiado sencilla. No requiere de amuletos ni de encantamientos. Solo confiar en Dios.

Eso había hecho unos instantes atrás.

—No vuelvas más, Adina. En esta casa corres peligro. 

—Yo no robé el zafiro. 

—Lo sé. 

—¿Conoces al ladrón?

—No. Pero sé que quien lo haya hecho tiene miedo, y eso nunca es bueno. 

—Por cierto, ¿tienes muchos collares rojos?

Hagar sonrió y besó las cuentas rojas. 

—Son bendecidas por la diosa Isis. Tenía otro collar, pero hace unos días, o tal vez meses, se rompió la cuerda en el pasillo. Me puse a llorar y Num me regañó. Él no entiende de estas cosas; no cree en nada ni en nadie. Me ordenó que recogiera cada bolita roja. Si encontraba una, me golpearía. Así lo hice. 

—¿En qué pasillo fue?

—Donde está el guardián alado. 

Cerca del santuario. Quizá la bolita había caído al suelo y se había quedado atorada en la pared falsa. Y cuando el ladrón entró, la pateó dentro sin querer. Por eso la descubrimos en el santuario. Hagar era inocente. Sargón era inocente. ¿Quién había robado el zafiro?

—Dime, Adina, ¿cómo me protejo de los castigos de tu Dios?

—Solo obedece a Moisés. En unos días, morirá todo primogénito. Debes conseguir un cordero.  

—Suena demasiado sencillo. Los dioses, por lo general, exigen sangre humana. Veré qué hacer. Ahora vete y no vuelvas nunca más. 

Me fui con las manos vacías.  Sin ropa. Sin pago. Ni siquiera con un amigo. Con el corazón triste me marché. Más que la espalda, me dolía la traición de Manu. Había creado que era mi amigo. 


             Ninguna porción ni parte de esta obra se puede reproducir para fines de lucro

Todos los derechos reservados.

D.R. ©️ Keila Ochoa


No hay comentarios.:

Publicar un comentario