18
Al día siguiente me encaminé a casa del gran Zaid con la ropa lavada. Bubee lo advirtió. Si volvía con más encargos, me llevaría una tunda y Bubee no bromeaba.
Me entristecí a medida que avanzaba. Egipto era un desastre. Así ni daban ganas de quedarse. El río olía mal y cargaba cadáveres de todo tipo. Los campos habían quedado en el olvido. Lo que no se llevó el granizo lo hicieron las langostas el día anterior. Nuevamente, las tierras donde morábamos los hebreos se salvaron de la marejada de insectos que arrasó con los plantíos.
Num me recibió con su seriedad habitual. Sujetó la ropa, pero no me dio tiempo de recitar lo que Bubee me había dicho, sino que se marchó enseguida. Mientras tanto, busqué a Manu.
Lo hallé en el lugar de siempre, en el jardín, contemplando el tablero de senet con suma seriedad.
—¡Adina! Pensé que no volverías.
Y casi no lo hacía, pero no quise desilusionarlo.
—¿Y Sargón?
—Se fugó. Es un traidor.
¿Un traidor? Había sido golpeado por no encontrar un látigo; luego le habíamos jugado una broma pesada. Vivía lejos de casa, pues había sido secuestrado por un grupo de vendedores de esclavos. ¿Qué esperaba Manu?
—Aprovechemos que mi padre ha salido. Vamos al santuario para investigar.
La puerta secreta nos dio paso al santuario. Se encontraba intacto. Al parecer ni siquiera Zaid lo había visitado pues se vislumbraba un poco de polvo.
—Debes buscar un cordero de un año y matarlo en cuatro días, Manu. Vendrá un ángel…
—Si encontramos el zafiro, todo estará bien. Podrán venir más pruebas, pero mi familia estará protegida.
Yo no estaba tan segura del poder del zafiro. Algo extraño ocurría. Algo superior a la lógica. Aún en mi poco conocimiento del mundo, sabía que no podían juntarse tantas calamidades en tan poco tiempo. La naturaleza entera parecía conspirar contra Egipto. ¿Podría una piedra azul proteger a Manu? Sin embargo, mi espíritu investigador despertó.
Me aproximé a la puerta de bronce, el acceso principal al santuario. Habíamos revisado por fuera, sin hallar nada. Pero una huella, o lo que se percibía como tal, se ubicaba justo entre el altar y la puerta de bronce. Nos arrodillamos para examinarla.
—Curioso. No trae sandalias.
—Quizá no quería hacer ruido.
—Puede tratarse del pie de mi padre. A veces se pone descalzo ante los dioses. Es una costumbre antigua.
Coloqué mi propio pie junto a la huella. ¡Qué enorme! No había visto un pie tan grande. ¿Así de alto era el gran Zaid?
Continuamos revisando cada recoveco, hasta que, detrás del altar, dimos con una pequeña piedra roja, la cuenta de un collar.
—Debió ser una mujer. Ellas usan muchos collares.
—¡Hagar!
La esclava de la dama Nefertiti favorecía un collar largo y ancho de cuentas rojas.
—Pero… ¿por qué? —pregunté.
—Para protegerse. Es supersticiosa. Le mete ideas a mi madre que mi padre censura. Debemos tener cuidado con ella. Tal vez podamos buscar entre sus cosas y buscar el zafiro.
—Y podemos revisar su collar. Quizá le falte una cuenta roja.
En eso, un maullido nos hizo saltar. ¡Manchas! ¿Qué hacía allí? Manu palideció. Había dejado entreabierta la puerta secreta.
—Debo sacarlo o nos meterá en problemas. Tú sigue buscando, Adina.
Cargó al gato y se encaminó al pasillo. Yo gateé por el suelo en la espera de dar con otra prueba en contra de Hagar. Hasta que un grito me paralizó y me quedé como una estatua.
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D.R. ©️ Keila Ochoa
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