7
—¡Adina! Tu mascota se volvió a comer mis hierbas —gritó Bubee.
Miré a Mío con impaciencia.
—Se acabó mis condimentos. ¡Ese cordero es terrible!
—Pero, Bubee, has tenido ovejas toda la vida.
—Y a ninguna la he tratado como a mascota. Su lugar es en el establo, no en la casa.
No había visto tan enfadada a Bubee en un buen tiempo, así que decidí ayudar a Ima a subir las cosas. Nos acomodamos sobre el techo, pues una vez que el sol comenzaba su descenso, una brisa suave refrescaba.
—Mío mordisqueó mi manta —Dan informó con voz seria.
Traté de concentrarme en mascar un trozo de pan.
—Adina comprenderá su error cuando vea que Mío no es como un perro; no son fáciles de domar —dijo Ima.
Me urgía cambiar el tema, así que pregunté: —¿Y cómo es el Dios de nuestros padres, Bubee?
Bubee e Ima intercambiaron miradas. ¿Habría dicho algo incorrecto?
—¿A qué te refieres, hijita?
—¿Tiene cara de animal y cuerpo de hombre? ¿Cuáles son sus poderes?
—Su nombre es Jehová —susurró la abuela.
Arrugué la frente, y no solo porque no había cebollas en el menú, sino por el extraño nombre. ¿«Yo soy el que soy»? ¿Qué clase de nombre era ese?
—Su enviado está aquí —continuó la abuela—. Él nos ha comunicado su nombre. Muchos preferirían contemplar una estatua o una pintura, como las de los egipcios, pero nuestro Dios se ha escondido detrás de una capa de misterio, porque así lo ha elegido. Alabado sea su nombre.
—Alabado sea su nombre —repitió Ima.
Supe que la conversación había terminado cuando Ima se levantó, aunque mil preguntas se arremolinaban en mi mente. Entre ellas, ¿por qué de pronto Bubee defendía a ese Dios desconocido? Años sin nombrarlo, adorando en secreto a los dioses egipcios, o al menos buscando no ofenderlos, y de pronto, el Dios de nuestros padres era mencionado en cada suspiro. Y a todo eso, ¿quién era su enviado?
No conocí al enviado de Jehová al día siguiente, pero sentí las consecuencias de su presencia. El tío Rubén llegó con la espalda herida por el látigo. Ima se sentó y curó sus heridas, mientras el tío maldecía a un tal Moisés. Por su culpa, repetía, el faraón no les daba más paja, pero exigía la misma cantidad de ladrillo, y por no cubrir con su cuota diaria, el tío Rubén había recibido una reprimenda.
Bubee escuchaba desde la esquina, pero no defendió al enviado de Jehová. Tristemente, los adultos decidieron que si los niños ayudábamos, podrían cumplir con la cuota así que al otro día Dan y yo fuimos a recoger paja.
Cuando Dan y yo juntamos suficiente me dirigí a los hornos. Mi corazón empezó a palpitar con fuerza al percibir los olores. Las voces de los trabajadores y el calor me alteraron. La última vez que recorrí esa ruta, iba en busca de mi padre. Un amigo nos avisó que había tenido un accidente. ¿Seguirían los hornos como en aquella ocasión?
Al acercarme comprobé que nada había cambiado. Hebreos arrastraban la tierra negra hacia el lugar donde otros hebreos la pisaban. Unos más mezclaban la tierra con la paja para que tuviera más consistencia y fuerza. Al fondo se observaban otros que vaciaban la mezcla en grandes moldes que se dejaban secar ocho días.
Aquella mañana, creando adobes, mi padre había resbalado de una de las rampas y se golpeó el cráneo. Cuando llegué a los hornos, mi padre se había despedido del mundo. Yo había llorado. Y en esos momentos sentí las lágrimas mojar mis mejillas otra vez.
—Anda, niña. No tenemos todo el día —me dijo un hebreo malhumorado. Me arrancó la paja de las manos.
Un capataz golpeaba a un esclavo que había resbalado por la rampa. Otro gritaba órdenes sin ton ni son. No conocía otra vida. Había aceptado que la ley de la naturaleza decretaba que los hebreos debían trabajar para los egipcios. ¿Pero si me había equivocado? ¿Si en verdad el Dios de nuestros padres deseaba rescatarnos?
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D.R. ©️ Keila Ochoa
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