domingo, 17 de enero de 2021

El misterio del zafiro - capítulo 6



 6

—Num te busca —me dijo Sargón. 

Manu resopló con fastidio: —Nunca nos dejan jugar en paz. En fin, dejaré todo acomodado para tu próxima visita. 

Yo repasé una vez más el tablero para no olvidar dónde estaban todas las piezas, luego corrí al frente de la casa. Sabía que si Num descubría mis juegos, todo terminaría. En ocasiones sospechaba que Num conocía nuestro secreto, ya que nada escapaba de su escrutinio, ¿entonces por qué no nos delataba? 

Num, bajo el dintel de la puerta, arqueó las cejas. 

—¿Dónde andabas?

—Fui por un poco de agua, señor. 

Una pequeña fuente en la entrada satisfacía la sed de los viajeros, visitantes y esclavos. Num no hizo más preguntas. 

—Sígueme. 

Me llevó por un largo pasillo, opuesto a donde se ubicaba el santuario, hasta el fondo de la casona, a las habitaciones de la dama Nefertiti. Si contaba con suerte, no me toparía con la señora, sino con su esclava, la joven y bella Hagar, quien terminó como sirvienta debido a las deudas de sus padres. 

Hagar traía una túnica azul turquesa y su típico collar con cuentas rojas alrededor del cuello. 

—Saludos, hebrea. Esta vez la señora quiere que tu madre haga una nueva túnica para su hija Jendayi. Envía ésta como muestra, así como la tela. La necesitará pronto, para la fiesta de la diosa. 

Tomé las prendas, mientras que Hagar depositaba en mi mano unos cuantos anillos de cobre que Ima podría intercambiar por grano. 

Le di las gracias y me marché rumbo a casa. Evité el río, pues a esa hora hacía más calor, los mosquitos picaban y no quería ser vista. ¿Qué tal si algún egipcio malhumorado decidía que yo cortara la hierba de su jardín? Así que atravesé el campo por una ruta más larga, pero aproveché para pensar en el ojo de Horus. ¡Qué hermoso lucía el zafiro! Seguramente valía una fortuna. 

Cuando llegué, Ima sirvió el almuerzo. ¡Pepinos! ¡Odiaba los pepinos! De toda la comida, nada se me figuraba más insípido que un pepino. ¿Por qué Ima no cocinaba con más cebollas? Dan, sin embargo, amaba los pepinos. Traté de colocarlos en un lado del plato, pero Bubee me descubrió. Finalmente, los oculté en un doblez de mi túnica. Sabía que hacer con ellos. 

Después de la comida, me escabullí al establo comunal. Allí guardábamos los animales del barrio, incluidas las ovejas de Bubee. Silbé y mi mascota salió a recibirme. Se trataba de un cordero que en unos meses cumpliría un año. Le acerqué los pepinos, pero él se alejó. Prefirió ir en busca de hormigas. 

Mientras lo observaba recordé el día de su nacimiento. Regresaba de casa de la dama Nefertiti cuando Dan salió a mi encuentro. 

—¡Ven, apúrate! Una de las ovejas está dando a luz. 

El tío Rubén se encontraba al lado de la oveja. 

—Te dije que pronto daría a luz, Adina. Observa cómo su ubre se ha ido llenando de leche. 

Me acerqué con cuidado. La oveja en cuestión llevaba varios días inquieta. El día anterior se había parado, recostado y golpeado el suelo. Perdió interés en la comida y se apartó del pequeño rebaño. 

—Ahí viene —se emocionó el tío Rubén—. Vamos, ovejita. Es el saco de agua, y ahora veremos sus patas delanteras. 

Era la primera vez que presenciaba un nacimiento. No sabía si reír o llorar. La cosa que salía de la parte trasera de la oveja se veía viscoso y deforme. Patas, cabeza y más patas. El «bulto» cayó al suelo. Mi tío, viendo que había nacido bien, volvió a la casa. 

Dan y yo nos quedamos contemplando cada movimiento de la oveja, que con suma paciencia se dispuso a lamer a esa criatura cubierta por un líquido extraño. Pero al ir avanzando, surgió un cuerpecito blanco, hermoso y perfecto. La oveja no descansó hasta que el cordero se halló limpio. De inmediato, el cordero lanzó su primer balido. 

—Tiene hambre —dijo Dan. 

El corderito, en patas temblorosas, avanzó hasta su madre y comenzó a tomar leche. 

—Será mi mascota —dije de pronto. 

Dan arrugó la nariz: —¿Un cordero de mascota?

—Tú tienes un ratón. 

Él guardó silencio ante lo obvio. 

—¿Y cómo le llamarás?

Mío.

—Ese no es un nombre. 

—Claro que lo es, ¿verdad, Mío?

Lancé un profundo suspiro. Manu tenía un gato; yo tenía una oveja. Y ahora no sabía qué hacer con los pepinos. Quizá se los daría a las cabras del tío Rubén. 


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D.R. ©️ Keila Ochoa

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