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Tomé la puerta lateral hacia un espacio amplio con palmeras y flores, un rincón donde uno olvidaba el agobiante calor del desierto. En un extremo se ubicaba una alberca donde los habitantes de la casa se refrescaban durante el día. Descubrí a Manu de inmediato. Me oculté entre unos arbustos para no levantar sospechas.
Sargón, el esclavo a cargo de Manu, vigilaba de cerca. En sus manos traía una túnica limpia. Sargón había sido capturado en una expedición egipcia y vendido en el mercado. Yo sospechaba que echaba de menos su hogar. Casi nunca reía ni hablaba. Sabía egipcio, pero quizá prefería su propia lengua porque rara vez conversaba.
En eso, Manu me descubrió y apuntó hacia los árboles. Yo me dirigí al escondite y esperé a que llegara. Como todo niño noble, traía la cabeza rapada, salvo por una trenza delgada que pronto cortaría pues se acercaba a los doce años. Se había secado bien y traía una túnica limpia.
—Déjanos, Sargón. Solo vigila que nadie me busque.
Sargón se retiró con una inclinación de cabeza. A mí ni siquiera me dirigió una mirada.
—Quiero mostrarte algo. Sígueme.
Recorrimos los pasillos decorados con inscripciones y pinturas. Por alguna razón, me daba escalofríos contemplar largo rato dichos garabatos, así que clavé la vista en el mosaico del piso.
—Mis hermanos mayores aún no despiertan.
Jendayi, la mayor, aprendía las labores del hogar con su madre y esperaba la fecha de su casamiento con un noble de Menfis. Kaffe, el segundo, acudía a la escuela, al igual que Manu, para aprender a leer y a escribir. Zaid deseaba que sus hijos fueran escribas y ascendieran los peldaños de la escalera social.
Nos detuvimos frente a una puerta forrada de bronce, más grande que cualquiera que hubiera visto en mi corta vida. Sobre ella, en el dintel, se percibía una larga leyenda.
—¿Dónde estamos?
—En el santuario familiar. Está fuera de límites para cualquier esclavo. Ni siquiera deben limpiarlo, por lo que mi padre se encarga de su mantenimiento.
—Entonces no debo estar aquí. Soy una esclava.
Manu se encogió de hombros: —Nadie te descubrirá. Además, no tenemos que entrar por la puerta, que por cierto es muy pesada. Utilizaremos la puerta secreta. Ayer vi cómo mi padre la abría. Será divertido.
—¿Él te lo mostró?
—Por supuesto que no. Pero ya sabes que yo soy como un fantasma en esta casa. Nadie se entera de mi presencia. Estaba jugando a las escondidillas con Sargón, pero ya sabes que él es bastante despistado, así que me oculté allí mismo.
Apuntó a una estatua en el pasillo. Se trataba de un guardián alado.
—Entonces mi padre apareció y observé todo.
Unos pasos nos hicieron palidecer, pero cuando descubrimos al intruso, lanzamos carcajadas. Se trataba de la mascota de Manu, un gato llamado Manchas.
—Me has dado un gran susto, gato. Ven, vamos.
Palpó la pared con la mano hasta dar con un ladrillo que estaba sobrepuesto. Lo quitó con cuidado y tiró con fuerza de una manija oculta. ¡Una pared falsa dividía el pasillo con la habitación secreta!
—Debes quedarte afuera, Manchas. No nos metas en problemas.
El gato obedeció, y, envueltos por la penumbra, avanzamos rumbo a lo desconocido.
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D.R. ©️ Keila Ochoa
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