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Al día siguiente desperté temprano. Bubee roncaba. Doblé mi manta y la coloqué en una esquina, luego salí fuera de la casita de barro, donde Ima calentaba unos panecillos. Tomé uno con rapidez. Tenía hambre.
—Ya puse la ropa en el saco. Ve temprano, Adina. No me gusta que se te haga tarde y te reprendan. Además, hay trabajo en casa y te necesito de regreso.
Mi padre murió antes que mi hermano naciera. Por eso, Ima debía trabajar y atender la casa, todo al mismo tiempo. Consiguió trabajo con la dama Nefertiti, y yo me encargaba de ir y venir con la ropa.
Ima era una excelente costurera. Confeccionaba y remendaba túnicas con precisión y rapidez. Y yo no podía negar que el trabajo de mi madre me había conseguido algo nuevo: el secreto que a nadie le contaba.
Tomé el bulto de ropa y me despedí de Ima. El tío Rubén ya se había marchado con los otros hombres rumbo a la ciudad de Tebas, pero yo me dirigí del lado contrario, rumbo a las casonas de los egipcios más acaudalados.
Me gustaba la ruta ya que debía seguir el gran río. Observé las barcas con funcionarios deslizándose por las tranquilas aguas del Nilo. Escuché los graznidos de las aves y detecté el chapuzón de un cocodrilo. Era temprano, así que el sol no hería mi cabeza. Me detuve y aspiré el aire fresco. ¡Me encantaba mirar cómo nacía el sol detrás del horizonte! Pero no debía atrasarme o me metería en problemas.
Corrí hasta casa del gran Zaid. Le decían «gran» porque había vencido en varias campañas militares y ahora fungía como consejero del faraón. A mí se me figuraba el hombre más inteligente del reino.
Llegué sudando, así que me sequé el rostro antes de entrar y me acomodé bien la trenza.
El esclavo a cargo de la puerta me permitió la entrada y me cobijé bajo la sombra del edificio. A diferencia de mi casa de barro, la de Zaid estaba construida de piedra. Sus pisos alicatados y sus paredes decoradas con dibujos reflejaban la posición de la familia. Nosotros ni siquiera contábamos con muchos muebles.
Num, el esclavo encargado del orden en la casa, de piel tan oscura que se perdería en la noche, apareció por el pasillo. Era un nubio que había sido atrapado durante una de tantas guerras, pero cuidaba de la familia del gran Zaid como si fuera suya. Nada pasaba desapercibido ante sus ojos negros, y yo me preguntaba si conocía mi secreto.
Sus pisadas hicieron eco, y apreté el encargo contra mi pecho. Por alguna razón, Num me daba miedo. ¿Serían sus ojos negros o esa seriedad abrumadora que no dejaba escapar una sola sonrisa?
—Aquí están las túnicas, señor.
Num las tomó sin otro comentario. Las revisó minuciosamente y asintió.
—Te llamaré en un rato para recibir instrucciones.
Oculté una risita. Sabía qué hacer para no aburrirme.
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D.R. ©️ Keila Ochoa
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