15
—¿En qué estabas pensando, Adina? —Ima se cruzó de brazos y contempló el bulto de ropa—. Tengo que lavar también lo de nosotros, y mi espalda me está doliendo…
Bubee sacudió la cabeza: —Todos ayudaremos, Elisabet. Aunque ya no debes trabajar para esa mujer egipcia. Pronto nos marcharemos.
—Pues mientras no lo hagamos, debo buscar el pan de cada día.
Lamenté haber provocado tal fricción pero decidí congraciarse con ambas y auxilié en las tareas. Al día siguiente, aprovechando que la ropa se había secado ante el intenso calor, me dirigí a casa de Zaid.
Ima me rogó ser cautelosa. Nadie sabía qué plaga empezaría ese día.
—A nosotros no nos tocan los desastres, Ima.
Noté que algo extraño ocurría desde la distancia. Los esclavos de Zaid hacían lo imposible por meter a las ovejas y las vacas en el establo. ¿A media mañana? Num me sujetó del brazo.
—No debiste venir hoy, esclava. Elegiste mal día. Moisés ha anunciado que lloverá granizo. Mi amo ha venido para ordenar que animales y gente nos ocultemos. Moisés advirtió que todo el que quede a la intemperie, morirá.
¿Y qué de Mío? Todas las mañanas, Dan salía a pastar con los animales. Debía advertirle. Traté de caminar, pero Num me sujetó con fuerza.
—Te quedarás aquí hasta que pase el granizo. No llevaré en mi conciencia una muerte, ni siquiera la de una hebrea.
Se marchó por un pasillo, pero hablaba en serio. Preocupada por Mío, recargué su espalda sobre la fría pared y lancé un suspiro. No debimos apresurarnos con la ropa.
—Adina… —La voz de Manu me trajo al presente—. Ven acá.
Me condujo a su habitaciónn.
—Mi padre ha ordenado que permanezcamos en nuestros cuartos. Jendayi está con mi madre, llorando de miedo; y creo que Kaffe se refugia con mi padre, pero yo no tengo miedo. Nada me pasará.
—¿Por qué lo dices?
—Porque ahora estás conmigo, tonta. Todos saben que a los hebreos no les pasa ninguna tragedia.
En eso, un trueno retumbó en la casa, seguido por otro más. Nubes negras cubrieron el firmamento a pesar de la hora y el granizo se dejó venir. Más que hielo, parecían rocas. Un golpe de una de ellas acabaría con la vida de un animal o un hombre.
—Lo siento por los que no escucharon a Moisés —murmuró Manu—. Juguemos senet.
Sacó el tablero que continuaba igual que la última vez. Fue el juego más largo, más interrumpido y más laborioso de mi vida, y creo que de Manu también. Los truenos, el granizo golpeando el techo y los sollozos de las mujeres nos distraían de nuestras respectivas estrategias.
—¿Y Sargón?
—En la cocina. Lo envié ahí cuando te vi llegar. Estoy casi seguro que él robó el zafiro. Casi no me habla. Actúa de un modo extraño.
—Pero no tenemos pruebas.
—Debemos buscarlas, pero hoy será imposible entrar al santuario. No con mi padre en casa. Pero ¡ya sé! Busquemos entre las pertenencias de Sargón.
—No creo que deje algo tan preciado entre sus cosas.
—Tienes razón —Manu resopló.
—Algo se nos ocurrirá.
Por lo pronto, debíamos terminar el juego y rogar que el granizo terminara.
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D.R. ©️ Keila Ochoa
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