12
Desde que entré al patio de la casa de Zaid, supe que algo grave había ocurrido. Nadie me recibió en la puerta. Num no se veía por ningún lado. Un llanto agudo y constante provenía de la parte trasera, hasta que me escabullí por los pasillos y una mano sujetó mi codo.
—¿Qué haces aquí?
Se trataba de Manu.
—Nadie abrió la puerta.
—El zafiro ha desaparecido —me dijo en un susurro.
Manu me pidió que lo siguiera. Nos internamos en el jardín, lejos de los curiosos.
—¿Qué son esos gritos?
—La maldición ha caído sobre esta casa. Mi madre y mi hermana ruegan la misericordia de Osiris. Los sacerdotes han venido por el cadáver de Rojo.
¡El toro sagrado! ¿Muerto? ¿Se debería a la enfermedad que atacaba a los animales por el edicto de Moisés?
—¿Qué ha pasado?
—Fue durante la epidemia de moscas. Cierta mañana, mi padre entró al santuario para sus oraciones y se dio cuenta que el zafiro había desaparecido. Eso solo implicaba que habíamos quedado desprotegidos. Luego, dos días después, Rojo enfermó. Mi padre fue por los sacerdotes para que lo vinieran a recoger, pero llegaron demasiado tarde. Rojo murió anoche.
—¿Quién robó el zafiro?
—Eso debo descubrir. ¿Me ayudarás?
—Por supuesto. Aunque he venido a dejar las túnicas…
—¿Crees que mi madre se acuerda de la ropa? Hay cosas más importantes qué hacer en estos momentos. Ven, vamos.
Me condujo al santuario y sujetó la manija secreta. Yo le dije: —Si tú conoces cómo abrir, cualquier esclavo lo puede descubrir y…
Manu alzó la mano en señal de silencio.
—Ningún esclavo cuerdo se atrevería a desafiar la maldición. ¿Qué no lees por ti mismo?
Miré las inscripciones sobre el marco de la puerta.
—Olvidé que no sabes leer —suspiró Manu—. Dice: «Maldito todo aquel que abriere este portal salvo la familia directa del gran Zaid». ¿Lo ves?
—¿Quieres decir que…?
—A ti no te pasará nada, hebrea. Porque tú no abriste la puerta. Lo hice yo. ¿Notas la diferencia?
Me alegré de la noticia. Nada malo me pasaría. Ingresamos al santuario por la puerta secreta y Manu se dirigió a la caja de madera que estaba vacía. El ojo de Horus había desaparecido.
—Debió ser alguien de la familia. No existe otra explicación.
—Busquemos pistas —sugerí.
Pero los gritos de afuera penetraron la cámara sagrada.
—Mejor salgamos de aquí. Mi padre anda en la cercanía. Quizá fue mi hermana —continuó Manu una vez que descansamos bajo la sombra de un árbol—. Anda muerta de miedo. La pasó mal con los moscos, luego con las moscas. Y dime, ¿ya viste a Moisés? ¿Cómo es?
Busqué las palabras adecuadas.
—Es un hombre maduro…
—¿Sabías que es un asesino? —me interrumpió Manu—. Mi padre se lo ha contado a Kaffe. Huyó del palacio porque mató a un egipcio. Muchos tienen miedo de los hebreos, pero yo no. Estas epidemias y pestes no son más que castigos de Osiris y Ra porque hemos descuidado su culto. No tiene nada que ver con tu Dios, un Dios de esclavos. ¿Por qué habríamos de temerle?
Sonaba lógico, pero ¿entonces por qué Manu temblaba?
—La muerte de Rojo ha sido casualidad.
—Pero mis ovejas no han enfermado. Y no sufrí picaduras de mosquitos.
Manu chasqueó la lengua: —Coincidencias. Buscaré entre las pertenencias de Jendayi. Tal vez quiere tener el ojo cerca como un amuleto.
—¿Y por qué tu hermana hurtaría algo que dañará a su propia familia?
Manu frunció la nariz.
—Está bien. Descartemos a mis hermanos. ¿Quién más pudo hacerlo?
—Tú también eres sospechoso.
—Por supuesto que no. Si yo lo hubiera robado, ¿para qué investigo su paradero? Ven, vamos por algo de comer.
Los esclavos continuaban rodeando el cadáver del toro sagrado y rezando a los dioses por buena fortuna. Los hermanos de Manu, mayores y con responsabilidades sociales, los acompañaban, al igual que Nefertiti y Zaid. Pero al parecer nadie notaba la ausencia de Manu, el hijo menor.
La cocina se encontraba vacía. ¡Qué grande era! Muchos jarrones de barro. Utensilios. El fuego encendido. Ollas de barro. Los esclavos habían estado amasando pan. Olía bien. Manu me convidó un poco de vino. Yo solo había probado una especie de cerveza que Bubee preparaba. ¡Exquisito, aunque fuerte! Casi me atraganto.
Luego, Manu me sirvió un poco de estofado. Sopa de frijol, pescado blanco, nueces glaseadas, y cebollas, muchas cebollas asadas. Quizá me dolería el estómago, pero no me importó.
—Por lo visto comes poco. Pero debes irte. Ya pronto acabarán los cantos y los esclavos volverán.
—¿Y la ropa?
—Vuelve en unos días. Mi madre ni siquiera lo notará.
Sin embargo, de regreso mi mente pensaba en muchas cosas. ¿Quién había robado el zafiro y por qué?
Ninguna porción ni parte de esta obra se puede reproducir para fines de lucro
Todos los derechos reservados.
D.R. ©️ Keila Ochoa
No hay comentarios.:
Publicar un comentario