jueves, 21 de enero de 2021

El misterio del zafiro - capítulo 10



 10

—Adina, ¿estás seguro que eso indicó el esclavo?

Jamás olvidaba las instrucciones que Num o Hagar me daban cada vez que me entregaban las telas. Sabía que de eso dependía el trabajo de Ima, así que las memorizaba con sumo cuidado. 

Ima apretó los labios. Algo no andaba bien, repetía mientras empacaba las prendas en un saco de tela. 

—Iremos a verificar. 

¡Vería a Manu! ¡No recogería paja! ¿Y si Manu me pedía una historia? ¿Le agradaría la aventura del padre Abraham? Podía alterar el final. Haría que Isaac se rebelara en el monte y se armara una discusión. Quizá padre e hijo intercambiarían unos golpes, aunque se me figuró poco probable. 

En el río continuaba la fetidez. Ahora se trataba de pilas de ranas muertas que producían molestos mosquitos. Ima y yo agitábamos brazos y manos para apartar a tan precoces enemigos. 

Según el tío Rubén, Moisés había enviado a los mosquitos, y por primera vez, los sacerdotes egipcios habían sido incapaces de reproducir el milagro. A mí solo me importaba llegar a salvo a la casona de Zaid. 

Num nos recibió en la puerta con el ceño fruncido e Ima le explicó el motivo de nuestra visita. Num tomó las telas y nos ordenó aguardar. Bailé sobre las puntas de mis pies. Con Ima al lado, no podría ir en busca de Manu. En el palacio también había mosquitos y no dejaban de enfadarme con su constante zumbido. Sin embargo, Ima señaló mis pies y brazos desnudos. 

—Mira, Adina. No nos han picado. 

Antes de poder alegrarme por el milagro, Num apareció y nos pidió que lo siguiéramos. Atravesamos el jardín. Ni rastro de Manu. Quizá huía de los mosquitos. Llegamos entonces a los aposentos de la dama Nefertiti, y para nuestros asombro, entramos hasta la cámara privada de la gran dama. 

Las columnas bordeaban la amplia habitación en la que una docena de esclavos la abanicaban con enormes plumas. Nefertiti, con su rostro maquillado y joyas en el cuello, descansaba sobre unos almohadones. Sus tres hijos la rodeaban. Hagar traía en sus manos una delicada tela.

Traté de encontrarme con los ojos de Manu, pero él no me dirigió ni siquiera una sonrisa. Para colmo, noté que el rostro de Manu se hallaba repleto de granitos producidos por los piquetes de mosco. Su hermana y su hermano también se rascaban con desesperación. 

—Has estropeado el lino más fino que he conseguido en meses, esclava. 

Ima agachó la cabeza. La entrevista no empezaba bien.

—Solo seguí instrucciones, señora. 

—¿Instrucciones? Jamás habría mandado algo tan estúpido como para echar a perder esta tela. 

La señora se puso en pie y sus brazaletes cascabelearon debido a su furia. 

—Lino fino. Teñido en púrpura. ¡Hecho trizas! ¿Quién te ordenó que lo cortaras así? Por lo menos te detuviste antes de estropear más piezas. 

Ima no pronunció palabra. Yo me mordí el labio, pero recordé lo que Num me había dicho.  Envié una mirada al esclavo a la derecha de la dama egipcia. ¿Se habría equivocado él? Improbable. Si lo hacía, también perdería la cabeza.

—¿Tuviste algo que ver? —la dama Nefertiti encaró a Num. 

El esclavo pareció ponerse aún más negro ante la acusación.

—Jamás, señora. Yo velo por sus intereses. 

—Entonces, ¿quién es el culpable de esta tragedia? ¿Hagar?

—Yo repetí cada palabra que usted indicó, mi ama.

—Pues alguien debe pagar por mi lino destruido. 

Los ojos de Num se posaron sobre mí. 

—Todo es mi culpa, señora. Castígueme a mí —dijo mi madre con temblor en la voz. 

—Hebreos —Nefertiti escupió al suelo con desprecio—. Diez latigazos a cada uno. ¡Ahora!

Num titubeó por primera vez. Manu se concentraba en ahuyentar a los mosquitos, pues los esfuerzos de los esclavos en poco aliviaban el malestar. No me ayudarían. La dama Nefertiti regresó a su asiento, dispuesta a contemplar el castigo. Yo debía hacer algo. Debía ayudar a mi madre. Quizá todo era mi culpa.

—¿Qué esperas?

Num le exigió a Sargón que buscara el látigo. El muchachillo corrió fuera. Los minutos avanzaron con tal lentitud que mi boca se secó. Num entonces se asomó al pasillo y exigió que buscaran a Sargón. 

—Mamá, odio estos mosquitos —se quejó Jendayi.

—Más ungüento —rogó Kaffe. 

—¡Dejen de quejarse! ¡Fuera todos! ¡Tengo una terrible jaqueca! Num, busca a ese inútil esclavo y dale veinte latigazos. Ustedes dos hebreas se salvaron por ahora, pero más te vale que me regreses las telas en buen estado, esclava. Y no recibirás pago a cambio de la tela que has echado a perder. ¡Fuera todos!

Su grito movilizó a la concurrencia. Manu me había contado que cuando su madre tenía uno de sus dolores de cabeza, más valía escapar o uno corría peligro. Agradecí al Dios de nuestros padres que nos librara del castigo, aunque no estaba muy seguro de su intervención en el asunto. Ima recogió las telas restantes y repasó las nuevas indicaciones mientras huíamos del palacio. 

Lamenté no conversar con Manu. Pero antes de cruzar el portón, giré el rostro y vi algo aterrador. Num golpeaba a Sargón con el látigo. Si de por sí Sargón no simpatizaba conmigo, ahora mucho menos. 


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D.R. ©️ Keila Ochoa

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